El Santuario Terrenal

Durante los cuarenta años que siguieron a la huida de Moisés de la tierra de Egipto, la idolatría pareció haber vencido en la lucha.

Año tras año las esperanzas de los israelitas iban desfalleciendo. Tanto el rey como el pueblo se regocijaban de su poder y se burlaban del Dios de Israel. Este espíritu creció hasta llegar a su mayor exaltación en el faraón a quien enfrentó Moisés. Cuando el caudillo hebreo se presentó ante el rey con un mensaje de “Jehová, el Dios de Israel”, no fue su ignorancia acerca del Dios verdadero la que le sugirió la respuesta, sino que desafió el poder de Dios al responder:

“¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz? Yo no conozco a Jehová.” (Éxodo 5:2)

Desde el principio hasta el fin, la oposición del faraón al mandato divino no fue resultado de la ignorancia, sino del odio y de un espíritu de desafío.

Aunque las egipcios habían rechazado durante tanto tiempo el conocimiento de Dios, el Señor todavía les ofreció la oportunidad de arrepentirse.

En los días de José, Egipto había servido de asilo para Israel; Dios había sido honrado en la bondad mostrada a su pueblo; por lo tanto, el Paciente, tardo para la ira y lleno de compasión, dio a cada castigo tiempo para realizar su obra; los egipcios, maldecidos por las mismas cosas que adoraban, tuvieron evidencia del poder de Jehová, y todos los que quisieron, pudieron someterse a Dios y escapar a sus azotes. El fanatismo y la terquedad del rey dieron por resultado la divulgación del conocimiento de Dios y muchos egipcios, atraídos a él, se dedicaron a servirle.

Fue porque los israelitas estaban tan dispuestos a unirse con los paganos y a imitar su idolatría por lo que Dios les había permitido ir a Egipto, donde la influencia de José era grande y donde las circunstancias eran favorables para permanecer en calidad de pueblo diferente. Allí, además, la burda idolatría de los egipcios, y su crueldad y opresión durante la última parte de la estada de los hebreos entre ellos, debieron inspirar en los israelitas odio hacia la idolatría, y llevarlos a buscar refugio en el Dios de sus padres.

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Pero esas mismas circunstancias fueron convertidas por Satanás en instrumento para lograr sus fines, pues ofuscó la mente de los israelitas y los indujo a imitar las costumbres paganas. A causa de la supersticiosa veneración que los egipcios rendían a los animales, no se les permitió a los hebreos ofrecer sacrificios. Así sus pensamientos no fueron dirigidos al gran Sacrificio por medio de este culto, y su fe se debilitó.

egipto vaca

Cuando llegó la hora de la liberación de Israel, Satanás se propuso resistir los propósitos de Dios. Se empeñó en que aquel gran pueblo, que contaba más de dos millones de personas, se mantuviera en la ignorancia y la superstición.

Al pueblo a quien Dios había prometido bendecir y multiplicar, para hacerlo un poder sobre la tierra, y por cuyo medio iba a revelar el conocimiento de su voluntad, al pueblo que iba a ser el depositario de su ley, procuró Satanás mantenerlo en la oscuridad y la servidumbre, con el fin de borrar de su memoria el recuerdo de Dios.

Cuando se hicieron los milagros delante del rey, Satanás estuvo presente para contrarrestar la influencia que podrían ejercer, e impedir que el rey reconociera la soberanía de Dios y que obedeciera su mandato. Satanás trabajó hasta el límite de su poder para falsificar la obra de Dios y resistir la voluntad divina.

Lo único que obtuvo fue preparar el camino para mayores manifestaciones del poder y de la gloria del Señor, y hacer aún más evidente la existencia y soberanía del Dios verdadero y viviente, tanto ante los israelitas como ante todo el pueblo egipcio.

Dios libró a Israel mediante extraordinarias manifestaciones de su poder, y con juicios sobre todos los dioses de Egipto.

“Sacó a su pueblo con gozo; con júbilo a sus escogidos. Les dio las tierras de las naciones y las labores de los pueblos heredaron, para que guardaran sus estatutos y cumplieran sus leyes.” (Salmos 105:43-45).

Los rescató de la esclavitud en que se hallaban, para poder llevarlos a una buena tierra, que en su misericordia había preparado para ellos como un refugio contra sus enemigos, a una tierra donde pudieran vivir bajo la sombra de sus alas.

Quería atraerlos a sí mismo, para rodearlos con sus brazos eternos; y les requirió que en retribución a toda su bondad y misericordia hacia ellos no tener dioses ajenos ante él, el Dios viviente, y que ensalzaran su nombre y lo glorificaran en la tierra.

Durante su esclavitud en Egipto, muchos de los israelitas habían perdido en alto grado el conocimiento de la ley de Dios, y habían mezclado los preceptos divinos con costumbres y tradiciones paganas. Dios los llevó al Sinaí, y allí con su propia voz proclamó su ley.

sinai

Satanás y los ángeles malos asistieron a la escena. Aun mientras Dios proclamaba su ley a su pueblo, Satanás estaba tramando proyectos para inducirlo a pecar. Ante el mismo rostro del cielo quería arrebatar a este pueblo a quien Dios había elegido. Llevándolos a la idolatría, iba a destruir la eficacia de todo culto; pues ¿cómo puede elevarse el hombre, adorando lo que es inferior a él mismo y que puede simbolizarse con creaciones de sus propias manos?

Si el hombre pudiera llegar a ser tan ciego con respecto al poder, la majestad y la gloria del Dios infinito como para representarlo por medio de una imagen o hasta por medio de una bestia o un reptil; si pudiera olvidar, hasta tal punto su propio parentesco divino; si olvidara que fue hecho a la imagen de su Creador, hasta el punto de inclinarse ante objetos repugnantes e irracionales; entonces quedaría el camino libre para la plena licencia, se desencadenarían las malas pasiones de su corazón, y Satanás ejercería dominio absoluto.

Al pie mismo del Sinaí, empezó Satanás a ejecutar sus planes para derribar la ley de Dios y continuó así la obra que había iniciado en el cielo.

Durante los cuarenta días que Moisés pasó en el monte con Dios, Satanás se ocupó en sembrar la duda, la apostasía y la rebelión. Mientras Dios escribía su ley, para entregarla al pueblo de su pacto, los israelitas, negando su lealtad a Jehová, pedían dioses de oro. Cuando Moisés regresó de la solemne presencia de la gloria divina, con los preceptos de la ley a la cual el pueblo se había comprometido a obedecer, encontró al pueblo en actitud de abierto desafío a los mandamientos de esa ley y adorando una imagen de oro.

becerro

Al provocar a Israel a cometer este atrevido insulto y esta blasfemia contra Jehová, Satanás se propuso causar la ruina completa del pueblo. Puesto que se habían manifestado tan envilecidos, tan privados de todo entendimiento acerca de los privilegios y bendiciones que Dios les había ofrecido, y tan olvidados de sus repetidas promesas solemnes de lealtad, Satanás creyó que el Señor los repudiaría y los entregaría a la destrucción.

Así obtendría el exterminio de la descendencia de Abraham, esa simiente prometida cuya responsabilidad era preservar el conocimiento del Dios viviente, y por medio de ella traer a Aquel que había de ser la verdadera simiente, y que vencería a Satanás.

El gran rebelde había tramado destruir a Israel, y así frustrar los propósitos de Dios. Pero otra vez fue derrotado. A pesar de ser tan pecadores, los israelitas no fueron destruidos. Mientras que los que se habían puesto tercamente del lado de Satanás fueron eliminados, los humildes y los que se arrepintieron fueron perdonados bondadosamente. La historia de este pecado iba a destacarse como un testimonio perpetuo de la culpa y el castigo de la idolatría, y de la justicia y longanimidad de Dios.

Todo el universo presenció las escenas del Sinaí. En la actuación de las dos administraciones se vio el contraste entre el gobierno de Dios y el de Satanás. Otra vez los inmaculados habitantes de los otros mundos volvieron a ver los resultados de la apostasía de Satanás, y la clase de gobierno que él habría establecido en el cielo, si se le hubiera dejado dominar.

Al hacer que los hombres violaran el segundo mandamiento, Satanás se propuso degradar el concepto que tenían del Ser divino. Anulando el cuarto mandamiento, les haría olvidar completamente a Dios.

El hecho de que Dios demande reverencia y adoración por sobre los dioses paganos se funda en que él es el Creador, y que todas las demás criaturas le deben a él su existencia. Así lo presenta la Biblia. Dice el profeta Jeremías:

“Jehová es el Dios verdadero: él es el Dios vivo y el Rey eterno [...]. Los dioses, que no hicieron los cielos ni la tierra, desaparezcan de la tierra y de debajo de los cielos. Él hizo con su poder la tierra, con su saber puso en orden el mundo y con su sabiduría extendió los cielos [...]. Todo hombre se embrutece, le falta conocimiento; se avergüenza de su ídolo todo fundidor, porque mentirosa es su obra de fundición y no hay espíritu en ella. Vanidad son, obra vana; en el tiempo de su castigo perecerán. No es así la porción de Jacob, porque él es el Hacedor de todo.” (Jeremías 10:10-16)

El sábado, como recordatorio del poder creador de Dios, lo señala a él como Creador de los cielos y de la tierra. Por lo tanto, es un testimonio perpetuo de su existencia, y un recuerdo de su grandeza, su sabiduría y su amor. Si el sábado se hubiera santificado siempre, jamás habría podido existir ateos ni idólatras.

La institución del sábado, cuyo origen se remonta al Edén, es tan antigua con el mundo mismo. Ese día fue observado por todos los patriarcas, desde la creación en adelante. Durante su esclavitud en Egipto, los israelitas fueron obligados por sus amos a violar el sábado, y perdieron en gran parte el conocimiento de su santidad.

Cuando se proclamó la ley en el Sinaí, las primeras palabras del cuarto mandamiento fueron: “Acuérdate del sábado para santificarlo”, lo cual demuestra que el sábado no se instituyó entonces; se indica su origen haciéndolo remontar a la creación.

Para borrar a Dios de la mente de los hombres, Satanás se propuso derribar este gran monumento recordativo. Si pudiera inducir a los hombres a olvidar a su Creador, ya no harían esfuerzos para resistir al poder del mal, y Satanás estaría seguro de su presa.

La enemistad de Satanás contra la ley de Dios lo ha incitado a guerrear contra cada precepto del Decálogo. Con el gran principio del amor y la lealtad hacia Dios, el Padre de todos, se relaciona estrechamente el principio del amor y la obediencia a los padres.

El despreciar la autoridad de los padres lleva pronto a despreciar la autoridad de Dios. Así se explican los esfuerzos de Satanás por menoscabar la autoridad del quinto mandamiento.

Entre los paganos se prestaba poca atención al principio ordenado en este precepto. En muchas naciones se solía abandonar a los padres o darles muerte cuando la vejez los incapacitaba para cuidarse a sí mismos. En la familia, se trataba a la madre con poco respeto, y después de la muerte de su esposo, se le exigía que se sometiera a la autoridad del hijo mayor.

Moisés insistió en la obediencia filial; pero cuando los israelitas se apartaron de Dios, menospreciaron el quinto mandamiento junto con los otros.

Satanás “homicida ha sido desde el principio” (Juan 8:44); y en cuanto tuvo poder sobre los seres humanos, no solo los incitó a odiarse y matarse mutuamente, sino también a desafiar atrevidamente la autoridad de Dios, hasta el punto de violar el sexto mandamiento como parte de su religión.

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Merced a los conceptos pervertidos de lo que son los atributos divinos, los paganos fueron inducidos a creer que los sacrificios humanos eran necesarios para obtener el favor de sus dioses; y las crueldades más horribles se han perpetrado bajo diferentes formas de idolatría.

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Entre estas se contaba la costumbre de hacer pasar a los hijos por el fuego ante ídolos.

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Cuando uno de ellos salía ileso de esta prueba del fuego, la gente creía que su ofrenda había sido aceptada; al niño así librado se lo consideraba extraordinariamente favorecido por los dioses. Era colmado de beneficios, y después muy estimado; y por graves que fueran sus crímenes, nunca se lo castigaba.

Pero si alguno se quemaba al pasar por el fuego, su suerte estaba decidida; se creía que la ira de los dioses únicamente podía satisfacerse quitando la vida a la víctima, y por consiguiente era ofrecida como sacrificio. En épocas de gran apostasía, estas abominaciones prevalecieron hasta cierto grado, aun entre los israelitas.

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También la violación del séptimo mandamiento se practicó antiguamente en nombre de la religión. Los ritos más licenciosos y abominables llegaron a formar parte del culto pagano. Hasta los dioses mismos se representaban como impuros, y sus adoradores daban rienda suelta a las pasiones bajas. Prevalecían vicios contra la naturaleza, y las fiestas religiosas se caracterizaban por una impureza general y pública.

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La poligamia se practicó desde tiempos muy antiguos. Fue uno de los pecados que trajo la ira de Dios sobre el mundo antediluviano y sin embargo, después del diluvio esa práctica volvió a extenderse. Satanás hizo un premeditado esfuerzo para corromper la institución del matrimonio, debilitar sus obligaciones, y disminuir su santidad; pues no hay forma más segura de borrar la imagen de Dios en el hombre, y abrir la puerta a la desgracia y al vicio.

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Desde el principio de la gran controversia, Satanás se propuso desfigurar el carácter de Dios, y despertar rebelión contra su ley; y esta obra parece coronada de éxito. Las multitudes prestan atención a los engaños de Satanás y se vuelven contra Dios. Pero en medio de la obra del mal, los propósitos de Dios progresan con firmeza hacia su realización. Él manifiesta su justicia y benevolencia hacia todos los seres inteligentes creados por él.

Por las tentaciones de Satanás, todos los miembros de la raza humana se han convertido en transgresores de la ley divina; pero en virtud del sacrificio de su Hijo se abre un camino por el cual pueden regresar a Dios. Por medio de la gracia de Cristo pueden llegar a ser capaces de obedecer la ley del Padre. Así en todos los tiempos, de entre la apostasía y la rebelión Dios saca a un pueblo que le es fiel un pueblo “en cuyo corazón está” su “ley.” (Isaías 51:7)

Satanás sedujo a los ángeles mediante el engaño; de igual manera ha realizado su obra entre los hombres, y seguirá usando este procedimiento hasta el fin. Si él confiesa abiertamente que está haciendo la guerra a Dios y a su ley, los hombres procurarían huir de él; pero Satanás se disfraza y combina la verdad con el error.

Las mentiras más peligrosas son las que están mezcladas con la verdad. De ahí que se acepten errores que cautivan y arruinan el alma. Usando este método, Satanás arrastra al mundo consigo. Pero se acerca el día en que su triunfo terminará para siempre.

El proceder de Dios respecto a la rebelión desenmascarará completamente la obra que durante tanto tiempo se ha hecho en forma oculta. Los resultados del dominio de Satanás y del rechazamiento de los estatutos divinos quedarán revelados a la vista de todos los seres racionales. La ley de Dios estará plenamente vindicada. Se verá que todos los actos de Dios tuvieron por fin el bien eterno de su pueblo y de todos los mundos creados. Satanás mismo, en presencia del universo, confesará la justicia del gobierno de Dios y la rectitud de su ley.

No está lejos el tiempo en que Dios se, levantará para vindicar su autoridad agraviada.

“He aquí que Jehová sale de su lugar para castigar al morador de la tierra por su maldad contra él.” (Isaías 26:21)

“¿Quién podrá soportar el tiempo de su venida? o ¿quién podrá estar en pie cuando él se manifieste?” (Malaquías 3:2)

Las escenas del Sinaí debían darle al pueblo una idea de las escenas del juicio. El sonido de una trompeta llamó a Israel a presentarse ante Dios. La voz del arcángel y la trompeta de Dios llamarán a la presencia del Juez desde todos los confines de la tierra tanto a los vivos como a los muertos. El Padre y el Hijo, asistidos por una multitud de ángeles, estaban presentes en el monte. En el gran día del juicio, Cristo vendrá “en la gloria de su Padre, con sus ángeles.” “Entonces se sentará en su trono de gloria, y serán reunidas delante de él todas las gentes” (Mateo 16:27; 25:31, 32)

Cuando se manifestó la presencia divina en el Sinaí, la gloria del Señor era ante la vista de todo Israel como un fuego devorador. Pero cuando venga Cristo en gloria con sus santos ángeles, toda la tierra resplandecerá con el tremendo fulgor de su presencia.

“Vendrá nuestro Dios y no callará; fuego consumirá delante de él y tempestad poderosa lo rodeará. Convocará a los cielos de arriba y a la tierra, para juzgar a su pueblo.” (Salmos 50:3, 4)

De él procederá una corriente de fuego que fundirá los elementos con su ardiente calor; y la tierra y las obras que hay en ella serán consumidas.

“Cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar retribución a los que no conocieron a Dios ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo.” (2 Tesalonicenses 1:7, 8)

“Por tanto, toda mano se debilitará y desfallecerá todo corazón humano. Se llenarán de terror; angustias y dolores se apoderarán de ellos [...] se asombrará cada cual al mirar a su compañero; sus rostros son como llamaradas”. “Castigaré al mundo por su maldad y a los impíos por su iniquidad; haré que cese la arrogancia de los soberbios y humillaré la altivez de los tiranos.” (Isaías 13:7, 8, 11)

Pero en medio de la tempestad de los castigos divinos, los hijos de Dios no tendrán ningún motivo para temer.

“Jehová será la esperanza de su pueblo, la fortaleza de los hijos de Israel”. El día que traerá terror y destrucción para los transgresores de la ley de Dios, para los obedientes significará “gozo inefable y glorificado”. “Juntadme mis santos—dirá el Señor—, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio. Los cielos declararán su justicia, porque Dios es el juez.” (Joel 3:16; 1 Pedro 1:8; Salmos 50:5, 6)

“Entonces os volveréis y discerniréis la diferencia entre el justo y el malo, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve”. “Oídme, los que conocéis justicia, pueblo en cuyo corazón está mi Ley. No temáis afrenta de hombres ni desmayéis por sus ultrajes”. “He aquí he quitado de tu mano la copa de aturdimiento [...]. Nunca más la beberás”. “Yo, yo soy vuestro consolador”. “Porque los montes se moverán y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia ni el pacto de mi paz se romperá, dice Jehová, el que tiene misericordia de ti.” (Malaquías 3:18; Isaías 51:7, 22, 12; 54:10)

El gran plan de la redención dará por resultado el completo restablecimiento del favor de Dios para el mundo. Será restaurado todo lo que se perdió a causa del pecado. No solo el ser humano, sino también la tierra, será redimida, para que sea la morada eterna de los obedientes. Durante más de seis mil años, Satanás ha luchado por mantener su dominio sobre la tierra. Pero se cumplirá el propósito original de Dios al crearla.

“Después recibirán el reino los santos del Altísimo, y poseerán el reino hasta el siglo, eternamente y para siempre.” (Daniel 7:18)

“Desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, sea alabado el nombre de Jehová”. “En aquel día Jehová será único, y único será su nombre”. “Y Jehová será Rey sobre toda la tierra”. La Sagrada Escritura dice: “Para siempre, oh Jehová, permanece tu palabra en los cielos”. “Fieles son todos sus mandamientos; afirmados eternamente y para siempre”. Los sagrados estatutos que Satanás ha odiado y ha tratado de destruir, serán honrados en todo el universo inmaculado. Y “como la tierra produce su renuevo, y como el huerto hace brotar su semilla, así Jehová, el Señor, hará brotar justicia y alabanza delante de todas las naciones.” (Salmos 113:3; Zacarías 14:9; Salmos 119:89;111:7, 8; Isaías 61:11)

El santuario terrenal

Basado en Éxodo 25 a 40; Levítico 4 y 16.

Mientras Moisés estaba en el monte, Dios le ordenó: “Me erigirán un santuario, y habitaré en medio de ellos” (Éxodo 25:8); y le dio instrucciones completas para la construcción del tabernáculo.

Hombres escogidos fueron especialmente dotados por Dios con habilidad y sabiduría para la construcción del sagrado edificio.

Dios mismo le entregó a Moisés el plano con instrucciones detalladas acerca del tamaño y forma, así como de los materiales que debían emplearse y de todos los objetos y muebles que debía de contener. Los dos lugares santos hechos a mano, habían de ser “figura del verdadero”, “figuras de las cosas celestiales” (Hebreos 9:24, 23), es decir, una representación, en miniatura, del templo celestial donde Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, después de ofrecer su vida como sacrificio, habría de interceder en favor de los pecadores.

Dios presentó ante Moisés en el monte una visión del santuario celestial, y le ordenó que hiciera todas las cosas de acuerdo con el modelo que se le había mostrado. Todas estas instrucciones fueron escritas cuidadosamente por Moisés, quien las comunicó a los jefes del pueblo.

Para la construcción del santuario fue necesario hacer grandes y costosos preparativos; hacía falta gran cantidad de los materiales más preciosos y caros; no obstante, el Señor únicamente aceptó ofrendas voluntarias.

“Di a los hijos de Israel que recojan para mí una ofrenda. De todo hombre que la dé voluntariamente, de corazón, recogeréis mi ofrenda.” (Éxodo 25:2)

Esta fue la orden divina que Moisés repitió a la congregación. La devoción a Dios y un espíritu de sacrificio fueron los primeros requisitos para construir la morada del Altísimo. Todo el pueblo respondió unánimemente.

“Todo aquel a quien su corazón impulsó, y todo aquel a quien su espíritu le dio voluntad, trajo una ofrenda a Jehová para la obra del Tabernáculo de reunión, para toda su obra y para las sagradas vestiduras. Vinieron tanto hombres como mujeres, todos de corazón generoso, y trajeron cadenas, zarcillos, anillos, brazaletes y toda clase de joyas de oro; todos presentaban una ofrenda de oro a Jehová.

”Todo hombre que tenía azul, púrpura, carmesí, lino fino, pelo de cabras, pieles de carneros teñidas de rojo, o pieles de tejones, lo traía. Todo el que ofrecía una ofrenda de plata o de bronce, traía a Jehová la ofrenda; y todo el que tenía madera de acacia, la traía para toda la obra del servicio.

”Además, todas las mujeres sabias de corazón hilaban con sus manos, y traían lo que habían hilado: azul, púrpura, carmesí o lino fino. Y todas las mujeres cuyo corazón las impulsó, hilaron hábilmente pelo de cabra.

”Los príncipes trajeron piedras de ónice y las piedras de los engastes para el efod y el pectoral, las especias aromáticas y el aceite para el alumbrado, para la unción y para el incienso aromático.” (Éxodo 35:21-28)

Mientras se llevaba a cabo la construcción del santuario, el pueblo, fueran ancianos o jóvenes, adultos, mujeres o niños, continuaron trayendo sus ofrendas hasta que los encargados de la obra vieron que ya tenían lo suficiente, y aun más de lo que podrían usar. Y Moisés hizo proclamar por todo el campamento:

“Ningún hombre ni mujer haga más labores para la ofrenda del santuario. Así se le impidió al pueblo ofrecer más.” (Éxodo 36:6)

El tabernáculo fue construido desarmable, de modo que los israelitas pudieran llevarlo en su peregrinaje. Era por consiguiente, pequeño, de unos diecisiete metros de largo por unos cinco metros y medio de ancho y alto. No obstante, era una construcción magnífica.

La madera que se empleó en el edificio y en sus muebles era de acacia, la menos susceptible al deterioro de todas las que había en el Sinaí. Las paredes consistían en tablas colocadas verticalmente, fijadas en basas de plata y aseguradas por columnas y travesaños; y todo estaba cubierto de oro, lo cual hacía aparecer al edificio como de oro macizo. El techo estaba formado de cuatro juegos de cortinas; el de más adentro era “de lino torcido, azul, púrpura, carmesí; y [...] querubines de obra primorosa” (Éxodo 26:1); los otros tres eran de pelo de cabras, de cueros de carnero teñidos de rojo y de pieles de tejones, arreglados de tal manera que ofrecían completa protección.

santuario movible

El edificio se dividía en dos secciones mediante una bella y rica cortina, o velo, suspendida de columnas doradas; y una cortina semejante a la anterior cerraba la entrada de la primera sección. Tanto estos velos como la cubierta interior que formaba el techo, eran de los más magníficos colores, azul, púrpura y escarlata, bellamente combinados, y tenían, recamados con hilos de oro y plata, querubines que representaban la hueste de los ángeles asociados con la obra del santuario celestial, y que son espíritus ministradores del pueblo de Dios en la tierra.

El sagrado tabernáculo estaba colocado en un espacio abierto llamado atrio, rodeado por cortinas de lino fino que colgaban de columnas de metal. La entrada a este recinto se hallaba en el extremo oriental. Estaba cerrada con cortinas de riquísima tela hermosamente trabajadas aunque inferiores a las del santuario. Como estas cortinas del atrio eran solo de la mitad de la altura de las paredes del tabernáculo, el edificio podía verse perfectamente desde afuera.

En el atrio, y cerca de la entrada, se hallaba el altar de bronce del holocausto. En este altar se consumían todos los sacrificios que se ofrecían por fuego al Señor, y sobre sus cuernos se rociaba la sangre expiatoria. Entre el altar y la puerta del tabernáculo estaba la fuente, también de metal. Había sido hecha con los espejos donados voluntariamente por las mujeres de Israel. En la fuente los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el departamento santo, o cuando se acercaban al altar para ofrecer un holocausto al Señor.

En el primer departamento, o lugar santo, estaban la mesa para el pan de la proposición, el candelero o la lámpara y el altar del incienso.

terrenal

La mesa del pan de la proposición estaba hacia el norte. Así como su cornisa decorada, estaba revestida de oro puro. Sobre esta mesa los sacerdotes debían poner cada sábado doce panes, arreglados en dos pilas y rociados con incienso. Por ser santos, los panes que se quitaban, debían ser comidos por los sacerdotes.

Al sur, estaba el candelero de siete brazos, con sus siete lámparas. Sus brazos estaban decorados con flores primorosamente labradas y parecidas a lirios; el conjunto estaba hecho de una pieza sólida de oro. Como no había ventanas en el tabernáculo, las lámparas nunca se extinguían todas al mismo tiempo, sino que ardían día y noche.

Exactamente frente al velo que separaba el lugar santo del santísimo y de la inmediata presencia de Dios, estaba el altar de oro del incienso. Sobre este altar el sacerdote debía quemar incienso todas las mañanas y todas las tardes; sobre sus cuernos se aplicaba la sangre de la víctima de la expiación, y el gran día de la expiación era rociado con sangre. El fuego que estaba sobre este altar había sido encendido por Dios mismo, y se mantenía como sagrado. Día y noche, el santo incienso difundía su fragancia por los recintos sagrados del tabernáculo y por sus alrededores.

Más allá del velo interior estaba el lugar santísimo que era el centro del servicio de expiación e intercesión, y constituía el eslabón que unía el cielo y la tierra. En este departamento estaba el arca, que era un cofre de madera de acacia, recubierto de oro por dentro y por fuera, y que tenía una cornisa de oro encima.

Era el repositorio de las tablas de piedra, en las cuales Dios mismo había grabado los Diez Mandamientos. Por consiguiente, se lo llamaba arca del testamento de Dios, o arca de la alianza, puesto que los Diez Mandamientos eran la base de la alianza hecha entre Dios e Israel.

La cubierta del arca sagrada se llamaba “propiciatorio”. Estaba hecha de una sola pieza de oro, y encima tenía dos querubines de oro, uno en cada extremo. Un ala de cada ángel se extendía hacia arriba, mientras la otra permanecía plegada sobre el cuerpo (véase Ezequiel 1:11) en señal de reverencia y humildad.

La posición de los querubines, con la cara vuelta el uno hacia el otro y mirando reverentemente hacia abajo sobre el arca, representaba la reverencia con la cual la hueste celestial mira la ley de Dios y su interés en el plan de redenciones.

Encima del propiciatorio estaba la shekinah, o manifestación de la divina presencia; y desde en medio de los querubines Dios daba a conocer su voluntad. Los mensajes divinos eran comunicados a veces al sumo sacerdote mediante una voz que salía de la nube. Otras veces caía una luz sobre el ángel de la derecha, para indicar aprobación o aceptación, o una sombra o nube descansaba sobre el ángel de la izquierda, para revelar desaprobación o rechazo.

La ley de Dios, guardada como reliquia dentro del arca, era la gran regla de la rectitud y del juicio. Esa ley determinaba la muerte del transgresor; pero encima de la ley estaba el propiciatorio, donde se revelaba la presencia de Dios y desde el cual, en virtud de la expiación, se otorgaba perdón al pecador arrepentido. Así, en la obra de Cristo en favor de nuestra redención, simbolizada por el servicio del santuario, “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron.” (Salmos 85:10)

celestial

No hay palabras que puedan describir la gloria de la escena que se veía dentro del santuario, con sus paredes doradas que reflejaban la luz de los candeleros de oro, los brillantes colores de las cortinas ricamente bordadas con sus relucientes ángeles, la mesa y el altar del incienso refulgentes de oro; y más allá del segundo velo, el arca sagrada, con sus querubines místicos, y sobre ella la santa shekinah, manifestación visible de la presencia de Jehová; pero todo esto era apenas un pálido reflejo de las glorias del templo de Dios en el cielo, que es el gran centro de la obra que se hace en favor de la redención del hombre.

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Se necesitó alrededor de medio año para construir el tabernáculo. Cuando se terminó, Moisés examinó toda la obra de los constructores, comparándola con el modelo que se le enseñó en el monte y con las instrucciones que había recibido de Dios.

“Cuando Moisés vio toda la obra, y que la habían hecho como Jehová había mandado, los bendijo.” (Éxodo 39:43)

Con anhelante interés las multitudes de Israel se agolparon para ver el sagrado edificio. Mientras contemplaban la escena con reverente satisfacción, la columna de nube descendió sobre el santuario, y lo envolvió.

“Y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo.” (Éxodo 40:34)

gloria

Hubo una revelación de la majestad divina, y por un momento ni siquiera Moisés pudo entrar. Con profunda emoción, el pueblo vio la señal de que la obra de sus manos era aceptada. No hubo demostraciones de regocijo en alta voz. Una solemne reverencia se apoderó de todos. Pero la alegría de sus corazones se manifestó en lágrimas de felicidad, y susurraron fervientes palabras de gratitud porque Dios había condescendido a morar con ellos.

El sacerdocio Levítico

Por instrucción divina se apartó a la tribu de Leví para el servicio del santuario.

En tiempos anteriores, cada hombre era sacerdote de su propia casa. En los días de Abraham, por derecho de nacimiento, el sacerdocio recaía sobre el hijo mayor.

Ahora, en lugar del primogénito de todo Israel, el Señor escogió a la tribu de Leví para trabajar en el santuario. Mediante este gran honor, Dios manifestó su aprobación por la fidelidad de los levitas, tanto por haberse adherido a su servicio como por haber ejecutado sus juicios cuando Israel apostató al rendir culto al becerro de oro.

El sacerdocio, no obstante, se restringió a la familia de Aarón. Aarón y sus hijos fueron los únicos a quienes se les permitió ministrar ante el Señor; al resto de la tribu se le encargó el cuidado del tabernáculo y su mobiliario; además debían ayudar a los sacerdotes en su ministerio, pero no podían ofrecer sacrificios, ni quemar incienso, ni mirar los santos objetos hasta que estuvieran cubiertos.

Se designó para los sacerdotes un traje especial, que concordaba con su oficio. “Harás vestiduras sagradas a Aarón tu hermano, para honra y hermosura” (Éxodo 28:2), fue la instrucción divina que se le dio a Moisés.

Las vestiduras del sacerdote común eran de lino blanco tejidas de una sola pieza. Se extendía casi hasta los pies, y se ceñían en la cintura con una faja de lino blanco bordada de azul, púrpura y rojo. Un turbante de lino, o mitra, completaba su vestidura exterior.

Ante la zarza ardiente se le ordenó a Moisés que se quitara las sandalias, porque la tierra en que estaba era santa. Tampoco los sacerdotes debían entrar en el santuario con el calzado puesto. Las partículas de polvo pegadas a él habrían profanado el santo lugar. Debían dejar los zapatos en el atrio antes de entrar en el santuario, y también tenían que lavarse tanto las manos como los pies antes de servir en el tabernáculo o en el altar del holocausto. En esa forma se enseñaba constantemente que los que quieran acercarse a la presencia de Dios deben apartarse de toda impureza.

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Las vestiduras del sumo sacerdote eran de una tela muy costosa de bellísima hechura, como convenía a su elevada jerarquía. Además del traje de lino del sacerdote común, llevaba una túnica azul, también tejida de una sola pieza. El borde del manto estaba adornado con campanas de oro y granadas de color azul, púrpura y escarlata. Sobre esto llevaba el efod, vestidura más corta, de oro, azul, púrpura, escarlata y blanco, rodeada por una faja de los mismos colores, hermosamente elaborada. El efod no tenía mangas, y en sus hombreras bordadas con oro, tenía engarzadas dos piedras de ónice, que llevaban los nombres de las doce tribus de Israel.

Sobre el efod estaba el pectoral, la más sagrada de las vestiduras sacerdotales. Era de la misma tela que el efod. De forma cuadrada, medía un palmo, y colgaba de los hombros mediante un cordón azul rendido en argollas de oro. El ribete estaba formado por una variedad de piedras preciosas, las mismas que forman los doce fundamentos de la ciudad de Dios. Dentro del ribete había doce piedras engarzadas en oro, arregladas en hileras de a cuatro, que, como las de los hombros, tenían grabados los nombres de las tribus.

Las instrucciones del Señor fueron: “Así llevará Aarón los nombres de los hijos de Israel en el pectoral del juicio sobre su corazón, cuando entre en el santuario, como memorial perpetuo delante de Jehová.” (Éxodo 28:29)

Así también Cristo, el gran Sumo Sacerdote, al ofrecer su sangre ante el Padre en favor de los pecadores, lleva sobre el corazón el nombre de toda alma arrepentida y creyente.

El salmista dice: “Aunque yo esté afligido y necesitado, Jehová pensará de mí.” (Salmos 40:17)

Cristo Sumo Sacerdote

A la derecha y a la izquierda del racional había dos piedras grandes y de mucho brillo. Se llamaban Urim y Tumim. Mediante ellas se revelaba la voluntad de Dios al sumo sacerdote. Cuando se llevaban asuntos ante el Señor para que él los decidiera, si una aureola iluminaba la piedra de la derecha era señal de aprobación o consentimiento divinos, mientras que si una nube oscurecía la piedra de la izquierda, era evidencia de negación o desaprobación.

La mitra del sumo sacerdote consistía en un turbante de lino blanco, que tenía una plaquita de oro sostenida por una cinta azul, con la inscripción: “Santidad a Jehová”. Todo lo relacionado con la vestimenta y la conducta de los sacerdotes había de ser tal, que inspirara en el espectador el sentimiento de la santidad de Dios, de lo sagrado de su culto y de la pureza que se exigía a los que se acercaban a su presencia.

No solo el santuario mismo, sino también el ministerio de los sacerdotes, debía servir “de figura y sombra de las cosas celestiales.” (Hebreos 8:5). Por eso era de suma importancia; y el Señor, por medio de Moisés, dio las instrucciones más claras y precisas acerca de cada uno de los puntos de este culto simbólico.

El Servicio Diario y el Servicio Anual o Día de Juicio simbólico

El ministerio del santuario estaba dividido en dos partes: un servicio diario y otro anual.

El servicio diario se efectuaba en el altar del holocausto en el atrio del tabernáculo, y en el lugar santo; mientras que el servicio anual se realizaba en el lugar santísimo.

Ningún ojo mortal excepto el del sumo sacerdote debía mirar el interior del lugar santísimo. Solo una vez al año podía entrar allí el sumo sacerdote, y eso después de la preparación más cuidadosa y solemne. Temblando, entraba para presentarse ante Dios, y el pueblo en reverente silencio esperaba su regreso, con los corazones elevados en fervorosa oración para pedir la bendición divina.

Ante el propiciatorio, el sumo sacerdote hacía expiación por Israel; y en la nube de gloria, Dios se encontraba con él. Si su permanencia en dicho sitio duraba más del tiempo acostumbrado, el pueblo sentía temor de que, a causa de los pecados de ellos o de él mismo, lo hubiera matado la gloria del Señor.

El servicio diario consistía en el holocausto matutino y el vespertino, en el ofrecimiento del incienso en el altar de oro y de los sacrificios especiales por los pecados individuales. Además, había sacrificios para los sábados, las lunas nuevas y las fiestas especiales.

Cada mañana y cada tarde, se ofrecía sobre el altar un cordero de un año, con las oblaciones apropiadas de presentes, para simbolizar la consagración diaria a Dios de toda la nación y su constante dependencia de la sangre expiatoria de Cristo. Dios les indicó expresamente que toda ofrenda presentada para el servicio del santuario debía ser “sin defecto.” (Éxodo 12:5)

Los sacerdotes debían examinar todos los animales que se traían como sacrificio, y rechazar los defectuosos. Solo una ofrenda “sin defecto” podía simbolizar la perfecta pureza de Aquel que había de ofrecerse como “cordero sin mancha y sin contaminación.” (1 Pedro 1:19)

Al presentar la ofrenda del incienso, el sacerdote se acercaba más directamente a la presencia de Dios que en ningún otro acto de los servicios diarios.

sacerdote

Como el velo interior del santuario no llegaba hasta el techo del edificio, la gloria de Dios, que se manifestaba sobre el propiciatorio, era parcialmente visible desde el lugar santo.

lugar santo

Cuando el sacerdote ofrecía incienso ante el Señor, miraba hacia el arca; y mientras ascendía la nube de incienso, la gloria divina descendía sobre el propiciatorio y llenaba el lugar santísimo, y a menudo llenaba tanto las dos divisiones del santuario que el sacerdote se veía obligado a retirarse hasta la puerta del tabernáculo.

Así como en ese servicio simbólico el sacerdote miraba por medio de la fe el propiciatorio que no podía ver, igualmente el pueblo de Dios ha de dirigir sus oraciones a Cristo, su gran Sumo Sacerdote, quien invisible para el ojo humano, está intercediendo en su favor en el santuario celestial.

La justificación por la fe en el símbolo de quemar incienso

El incienso, que ascendía con las oraciones de Israel, representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia (obediencia), la cual por medio de la fe es acreditada a su pueblo, y es lo único que puede hacer el culto de los seres humanos aceptable a Dios.

Delante del velo del lugar santísimo, había un altar de intercesión perpetua; y delante del lugar santo, un altar de expiación continua. Había que acercarse a Dios mediante la sangre y el incienso, pues estas cosas simbolizaban al gran Mediador, por medio de quien los pecadores pueden acercarse a Jehová, y por cuya intervención tan solo puede otorgarse misericordia y salvación al alma arrepentida y creyente.

Justificación diaria y perdón de pecados diarios

Mientras de mañana y de tarde los sacerdotes entraban en el lugar santo a la hora del incienso, el sacrificio diario estaba listo para ser ofrecido sobre el altar de afuera, en el atrio.

Esta era una hora de intenso interés para los adoradores que se congregaban ante el tabernáculo. Antes de acercarse a la presencia de Dios por medio del ministerio del sacerdote, debían hacer un ferviente examen de sus corazones y luego confesar sus pecados. Se unían en oración silenciosa, con los rostros vueltos hacia el lugar santo. Así sus peticiones ascendían con la nube de incienso, mientras la fe aceptaba los méritos del Salvador prometido a quien simbolizaba el sacrificio expiatorio.

Las horas designadas para el sacrificio matutino y vespertino se consideraban sagradas, y llegaron a observarse como momentos dedicados al culto por toda la nación judía. Y cuando en tiempos posteriores los judíos fueron diseminados como cautivos en distintos países, aun entonces a la hora indicada dirigían el rostro hacia Jerusalén, y elevaban sus oraciones al Dios de Israel.

sacrificio

En esta costumbre, los cristianos tienen un ejemplo para su oración matutina y vespertina. Si bien Dios condena la mera ejecución de ceremonias que carezcan del espíritu de culto, mira con gran satisfacción a los que lo aman y se postran de mañana y tarde, para pedir el perdón de los pecados cometidos y las bendiciones que necesitan.

servicio diario

El pan de la proposición se conservaba siempre ante la presencia del Señor como una ofrenda perpetua. De manera que formaba parte del sacrificio diario, y se llamaba “el pan de la proposición” o el pan de la presencia, porque estaba siempre ante el rostro del Señor.

pan

Lo dicho en Éxodo 25:30 era un reconocimiento de que el hombre depende de Dios tanto para su alimento temporal como para el espiritual, y de que se lo recibe únicamente gracias a la mediación de Cristo.

celestial

En el desierto Dios había alimentado a Israel con el pan del cielo, y el pueblo seguía dependiendo de su generosidad, tanto en lo referente a las bendiciones temporales como a las espirituales.

El maná, así como el pan de la proposición, simbolizaba a Cristo, el pan viviente, quien está siempre en la presencia de Dios para interceder por nosotros. Él mismo dijo:

“Yo soy el pan de vida [...] que desciende del cielo.” (Juan 6:48-51)

Sobre el pan se ponía incienso. Cuando se cambiaba cada sábado, para reemplazarlo por pan fresco, el incienso se quemaba sobre el altar como recordatorio delante de Dios.

Los pecados son transferidos al santuario por medio de la sangre expiatoria

La parte más importante del servicio diario era la que se realizaba en favor de los individuos.

El pecador arrepentido traía su ofrenda a la puerta del tabernáculo, y colocando la mano sobre la cabeza de la víctima, confesaba sus pecados; así, en un sentido figurado, los trasladaba de su propia persona a la víctima inocente.

Con su propia mano mataba entonces el animal, y el sacerdote llevaba la sangre al lugar santo y la rociaba ante el velo, detrás del cual estaba el arca que contenía la ley que el pecador había transgredido.

Con esta ceremonia y en un sentido simbólico, el pecado era trasladado al santuario por medio de la sangre. En algunos casos no se llevaba la sangre al lugar santo; sino que el sacerdote debía comer la carne, tal como Moisés ordenó a los hijos de Aarón, diciéndoles:

“Os la dio para llevar el pecado de la comunidad.” (Levítico 10:17)

Las dos ceremonias simbolizaban igualmente el traslado del pecado del hombre arrepentido al santuario.

Esta era la obra que se hacía diariamente durante todo el año.

El día de juicio simbólico

Con el traslado de los pecados de Israel al santuario, los lugares santos quedaban manchados, y se hacía necesaria una obra especial para quitar de allí los pecados.

Dios ordenó que se hiciera expiación para cada una de las sagradas divisiones lo mismo que para el altar.

“Así lo limpiará y lo santificará de las inmundicias de los hijos de Israel.” (Levítico 16:19)

Una vez al año, en el gran día de la expiación, el sacerdote entraba en el lugar santísimo para limpiar el santuario. La obra que se llevaba a cabo allí completaba el ciclo anual de ceremonias.

El día de la expiación, se llevaban dos machos cabríos a la puerta del tabernáculo, y se echaba suerte sobre ellos, “una suerte por Jehová, y otra suerte por Azazel”. Vers. 8.

El macho cabrío sobre el cual caía la primera suerte debía ofrecerse como ofrenda por el pecado del pueblo. Y el sacerdote debía de llevar la sangre más allá del velo, y rociarla sobre el propiciatorio. ““Así purificará el santuario, a causa de las impurezas de los hijos de Israel, de sus rebeliones y de todos sus pecados. De la misma manera hará también con el Tabernáculo de reunión, que está entre ellos en medio de sus impurezas”. Vers. 16.

macho cabrio

El pecado de los hijos de Dios es transferido a Satanás en símbolos

“Pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, todas sus rebeliones y todos sus pecados. Así los pondrá sobre la cabeza del macho cabrío, y lo enviará al desierto por medio de un hombre destinado para esto. Aquel macho cabrío llevará sobre sí todas sus iniquidades a tierra inhabitada; y dejará ir el macho cabrío por el desierto”. Vers. 21, 22.

Únicamente después de haberse alejado al macho cabrío de esta manera, se consideraba el pueblo libre de la carga de sus pecados.

Todo hombre debía humillar su corazón mientras se realizaba la obra de expiación. Todos los negocios se suspendían, y toda la congregación de Israel pasaba el día en solemne reverencia delante de Dios, en oración, ayuno y profundo análisis del corazón.

El significado del ritual simbólico

Mediante este servicio anual se enseñaban al pueblo importantes verdades acerca de la expiación.

En la ofrenda por el pecado que se ofrecía durante el año, se había aceptado un sustituto en lugar del pecador; pero la sangre de la víctima no había completado expiación por el pecado.

No había previsto más que un medio en virtud del cual el pecado se transfería al santuario.

Al ofrecerse la sangre, el pecador reconocía la autoridad de la ley, confesaba la culpa de su transgresión y expresaba su fe en Aquel que había de quitar los pecados del mundo; pero no quedaba completamente exonerado de la condenación de la ley.

El día de la expiación (JUICIO), el sumo sacerdote, llevando una ofrenda por la congregación, entraba en el lugar santísimo con la sangre y la rociaba sobre el propiciatorio, encima de las tablas de la ley.

En esa forma los requerimientos de la ley, que exigían la vida del pecador, quedaban satisfechos.

Entonces, en su carácter de mediador, el sacerdote tomaba los pecados sobre sí mismo, y salía del santuario llevando sobre él la carga de las culpas de Israel.

A la puerta del tabernáculo ponía las manos sobre la cabeza del macho cabrío de Azazel (Satanás), y confesaba “sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones y todos sus pecados. Así los pondrá sobre la cabeza del macho cabrío”.

Y cuando el macho cabrío que llevaba estos pecados era conducido al desierto, se consideraba que con él se alejaban para siempre del pueblo. Este es el servicio definido como figura y sombra de las cosas celestiales.” (Hebreos 8:5)

Como se ha dicho, el santuario terrenal fue construído por Moisés, conforme al modelo que se le mostró en el monte. “Lo cual es símbolo para el tiempo presente, según el cual se presentan ofrendas y sacrificios”.

Los dos lugares santos eran “figuras de las cosas celestiales”.

Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, es el “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no hombre.” (Hebreos 9:9, 23; 8:2)

Cuando en visión se le mostró al apóstol Juan el templo de Dios que está en el cielo, vio allí “siete lámparas de fuego que “delante del trono ardían.” Vio también a un ángel “con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos sobre el altar de oro que estaba delante del trono.” (Apocalipsis 4:5; 8:3)

Se le permitió al profeta contemplar el lugar santo del santuario celestial; y vio allí “siete lámparas de fuego” y “el altar de oro”, representados por el candelero de oro y el altar del incienso o perfume en el santuario terrenal.

Nuevamente “el templo de Dios fue abierto en el cielo” (Apocalipsis 11:19), y vio el lugar santísimo detrás del velo interior. Allí contempló “el arca de su pacto”, representada por el arca sagrada construida por Moisés para guardar la ley de Dios.

juan

Moisés hizo el santuario terrenal, “conforme al modelo que había visto.” Pablo declara que “el tabernáculo y todos los vasos del ministerio”, después de haber sido hechos, eran símbolos de “las cosas celestiales” (Hechos 7:44; Hebreos 9:21, 23). Y Juan dice que vio el santuario celestial. Aquel santuario, en el cual oficia Jesús en nuestro favor, es el gran original, del cual el santuario construido por Moisés era una copia.

Ningún edificio terrenal podría representar la grandeza y la gloria del templo celestial, la morada del Rey de reyes donde “miles de miles” le sirven y “millones de millones” están delante de él (Daniel 7:10), de aquel templo lleno de la gloria del trono eterno, donde los serafines, sus guardianes resplandecientes, se cubren el rostro en su adoración.

Sin embargo, las importantes verdades acerca del santuario celestial y de la gran obra que allí se efectúa en favor de la redención del hombre debían enseñarse mediante el santuario terrenal y sus servicios.

Después de su ascensión, nuestro Salvador iba a dar comienzo a su obra como nuestro Sumo Sacerdote. El apóstol Pablo dice:

“No entró Cristo en el santuario hecho por los hombres, figura del verdadero, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante Dios.” (Hebreos 9:24)

Como el ministerio de Cristo iba a consistir en dos grandes divisiones, ocupando cada una un período de tiempo y teniendo un sitio distinto en el santuario celestial, asimismo el culto simbólico consistía en el servicio diario y el anual, y a cada uno de ellos se dedicaba una sección del tabernáculo.

Como Cristo, después de su ascensión, compareció ante la presencia de Dios para ofrecer su sangre en beneficio de los creyentes arrepentidos, así el sacerdote rociaba en el servicio diario la sangre del sacrificio en el lugar santo en favor de los pecadores.

Aunque la sangre de Cristo habría de librar al pecador arrepentido de la condenación de la ley, no anulaba el pecado; este queda registrado en el santuario hasta la expiación final; así en el símbolo, la sangre de la víctima quitaba el pecado del arrepentido, pero quedaba en el santuario hasta el día de la expiación.

En el gran día del juicio final, los muertos han de ser juzgados “por las cosas que” están “escritas en los libros, según sus obras.” (Apocalipsis 20:12). Entonces por el poder de la sangre expiatoria de Cristo, los pecados de todos los que se hayan arrepentido sinceramente serán borrados de los libros celestiales. En esta forma el santuario será liberado, o limpiado, de los registros del pecado.

En el símbolo, esta gran obra de expiación, o el acto de borrar los pecados, estaba representada por los servicios del día de la expiación, o sea de la purificación del santuario terrenal, la cual se realizaba en virtud de la sangre de la víctima y por la eliminación de los pecados que lo manchaban.

Así como en la expiación final los pecados de los arrepentidos han de borrarse de los registros celestiales, para no ser ya recordados, en el símbolo terrenal eran enviados al desierto y separados para siempre de la congregación.

Puesto que Satanás es el originador del pecado, el instigador directo de todos los pecados que causaron la muerte del Hijo de Dios, la justicia exige que Satanás sufra el castigo final. La obra de Cristo en favor de la redención del hombre y la purificación del pecado del universo, será concluida cuando se saque el pecado del santuario celestial y sea colocado sobre Satanás, quien sufrirá el castigo final.

Así en el servicio simbólico, el ciclo anual del ministerio se completaba con la purificación del santuario y la confesión de los pecados sobre la cabeza del macho cabrío de Azazel.

De este modo, en el servicio del tabernáculo, y en el del templo que posteriormente ocupó su lugar, se enseñaban diariamente al pueblo las grandes verdades relativas a la muerte y al ministerio de Cristo, y una vez al año sus pensamientos eran llevados hacia los acontecimientos finales de la gran controversia entre Cristo y Satanás, y hacia la purificación final del universo, que lo limpiará del pecado y de los pecadores.