La Prueba de la Fe

Basado en Génesis 16; 17:18; 21 y 22.

Abraham había aceptado sin hacer pregunta alguna la promesa de un hijo, pero no esperó a que Dios cumpliera su palabra en su oportunidad y a su manera.

El Señor permitió una tardanza, para probar su fe en el poder de Dios, pero Abraham fracasó en la prueba. Pensando que era imposible que se le diera un hijo en su vejez, Sara sugirió como plan mediante el cual se cumpliría el propósito divino, que Abraham tomara por esposa a una de sus siervas.

La poligamia se había difundido tanto que había dejado de considerarse pecado; violaba, sin embargo, la ley de Dios y destruía la santidad y la paz de las relaciones familiares.

La unión de Abraham con Agar resultó perjudicial, no solamente para su propia casa, sino también para las generaciones futuras. Halagada por el honor de su nueva posición como esposa de Abraham, y con la esperanza de ser la madre de la gran nación que descendería de él, Agar se llenó de orgullo y jactancia, y trató a su ama con menosprecio.

Los celos mutuos perturbaron la paz del hogar que una vez había sido feliz. Viéndose forzado a escuchar las quejas de ambas, Abraham trató en vano de restaurar la armonía. Aunque él se había casado con Agar por pedido de Sara, ahora ella le hacía cargos como si fuera el culpable.

Sara deseaba desterrar a su rival; pero Abraham se negó a permitirlo; pues Agar iba a ser madre de su hijo, que él esperaba que sería el hijo de la promesa. Sin embargo, era la sierva de Sara, y él la dejó todavía bajo el mando de su ama.

El espíritu arrogante de Agar no quiso soportar la aspereza que su insolencia había provocado.

“Y como Sarai la afligía, Agar huyó de su presencia.” (Génesis 16:6)

Se fue al desierto, y mientras, solitaria y sin amigos, descansaba al lado de una fuente, un ángel del Señor se le apareció en forma humana. Dirigiéndose a ella como “Agar, sierva de Sarai”, para recordarle su posición y su deber, le mandó:

“Vuélvete a tu señora, y ponte sumisa bajo de su mano."

No obstante, con el reproche se mezclaron palabras de consolación.

“Oído ha Jehová tu aflicción”. “Multiplicaré tanto tu descendencia, que por ser tanta no podrá ser contada”. (Génesis 16:10)

Y como recordatorio perpetuo de su misericordia, se le mandó que llamara a su hijo Ismael, o sea: “Dios oirá”.

Cuando Abraham tenía casi cien años, se le repitió la promesa de un hijo, y se le aseguró que el futuro heredero sería hijo de Sara.

Pero Abraham todavía no había comprendido la promesa. En seguida pensó en Ismael, aferrado a la creencia de que por medio de él se habían de cumplir los propósitos misericordiosos de Dios.

En su afecto por su hijo exclamó: “Ojalá viva Ismael delante de ti”.

Nuevamente se le dio la promesa en palabras inequívocas:

“Ciertamente Sara, tu mujer, te dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Isaac. Confirmaré mi pacto con él”. (Génesis 17:19)

Sin embargo, Dios se acordó también de la oración del padre.

“Y en cuanto a Ismael -dijo-, también te he oído. Lo bendeciré, [...] y haré de él una gran nación”. (Génesis 17:20)

ismael gran nación

El nacimiento de Isaac, al traer, después de una espera de toda la vida, el cumplimiento de las más caras esperanzas de Abraham y de Sara, llenó de felicidad su campamento.

Pero para Agar representó el fin de sus más caras ambiciones. Ismael, ahora adolescente, había sido considerado por todo el campamento como el heredero de las riquezas de Abraham, así como de las bendiciones prometidas a sus descendientes. Ahora era repentinamente puesto a un lado; y en su desengaño, madre e hijo odiaron al hijo de Sara.

La alegría general aumentó sus celos, hasta que Ismael se atrevió a burlarse abiertamente del heredero de la promesa de Dios.

Sara vio en la inclinación turbulenta de Ismael una fuente perpetua de discordia, y le pidió a Abraham que expulsara del campamento a Ismael y a Agar. El patriarca se llenó de angustia.

¿Cómo podría desterrar a Ismael, su hijo, a quien amaba profundamente?

En su perplejidad, Abraham pidió la dirección divina. Mediante un santo ángel, el Señor le ordenó que accediera a la petición de Sara; que su amor por Ismael o Agar no debía interponerse, pues únicamente así podría restablecer la armonía y la felicidad en su familia.

Y el ángel le dio la promesa consoladora de que aunque viviera separado del hogar de su padre, Ismael no sería abandonado por Dios; su vida sería conservada, y llegaría a ser padre de una gran nación. Abraham obedeció la palabra del ángel, aunque no sin sufrir gran pena. Su corazón de padre se llenó de una indescriptible tristeza al separar de su casa a Agar y a su hijo.

agar isamel

La instrucción impartida a Abraham tocante a la santidad de la relación matrimonial, había de ser una lección para todas las edades. Declara que los derechos y la felicidad de estas relaciones deben resguardarse cuidadosamente, aun a costa de un gran sacrificio.

Sara era la verdadera esposa de Abraham. Ninguna otra persona debía compartir sus derechos de esposa y madre. Reverenciaba a su esposo, y en este aspecto el Nuevo Testamento la presenta como un digno ejemplo.

Pero ella no quería compartir el afecto de Abraham con otra; y el Señor no la reprendió por haber exigido el destierro de su rival.

Tanto Abraham como Sara desconfiaron del poder de Dios, y este error fue la causa del matrimonio con Agar. Dios había llamado a Abraham para que fuera el padre de los fieles, y su vida había de servir como ejemplo de fe para las generaciones futuras. Pero su fe no había sido perfecta. Había manifestado desconfianza en Dios al ocultar el hecho de que Sara era su esposa, y también al casarse con Agar.

La prueba final

Para que pudiera alcanzar la norma más alta, Dios lo sometió a otra prueba, la mayor que se haya impuesto a hombre alguno. En una visión nocturna se le ordenó ir a la tierra de Moria para ofrecer allí a su hijo en holocausto en un monte que se le indicaría.

Cuando Abraham recibió esta orden, tenía ciento veinte años. Se lo consideraba ya un anciano, aun en aquella generación. Antes había sido fuerte para arrostrar penurias y peligros, pero ya se había desvanecido el ardor de su juventud.

En el vigor de la juventud, uno puede enfrentar con valor dificultades y aflicciones capaces de hacerlo desmayar en la senectud, cuando sus pies se acercan vacilantes hacia la tumba.

Pero Dios había reservado a Abraham su última y más aflictiva prueba para el tiempo cuando la carga de los años pesaba sobre él y anhelaba descansar de la ansiedad y el trabajo.

El patriarca moraba en Beerseba rodeado de prosperidad y honor. Era muy rico y los soberanos de aquella tierra lo honraban como a un príncipe poderoso. Miles de ovejas y vacas cubrían la llanura que se extendía más allá de su campamento. Por todo lugar estaban las tiendas de su séquito para albergar centenares de siervos fieles.

El hijo de la promesa había llegado a la edad viril junto a su padre. El cielo parecía haber coronado de bendiciones la vida de sacrificio y paciencia frente a la esperanza aplazada.

Por obedecer con fe, Abraham había abandonado su país natal, había dejado atrás las tumbas de sus antepasados y la patria de su parentela. Había andado errante como peregrino por la tierra que sería su heredad. Había esperado durante mucho tiempo el nacimiento del heredero prometido.

Por mandato de Dios, había desterrado a su hijo Ismael. Y ahora que el hijo a quien había deseado durante tanto tiempo entraba en la adultez, y el patriarca parecía estar a punto de gozar de lo que había esperado, se hallaba frente a una prueba mayor que todas las demás.

La orden fue expresada con palabras que debieron torturar angustiosamente el corazón de aquel padre:

“Toma ahora a tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas, vete a tierra de Moriah y ofrécelo allí en holocausto”. (Génesis 22:2)

Isaac era la luz de su casa, el solaz de su vejez, y sobre todo era el heredero de la bendición prometida. La pérdida de este hijo por un accidente o alguna enfermedad habría partido el corazón del amante padre; hubiera doblado de pesar su encanecida cabeza; pero he aquí que se le ordenaba que con su propia mano derramara la sangre de ese hijo.

Le parecía que se trataba de una espantosa imposibilidad.

Satanás estaba listo para sugerirle que se engañaba, pues la ley divina mandaba: “No matarás”, y Dios no habría de exigir lo que una vez había prohibido.

Abraham salió de su tienda y miró hacia el sereno resplandor del firmamento despejado, y recordó la promesa que se le había hecho casi cincuenta años antes, a saber, que su simiente sería innumerable como las estrellas. Si se había de cumplir esta promesa por medio de Isaac, ¿cómo podía matarlo?

Abraham estuvo tentado a creer que se engañaba. Dominado por la duda y la angustia, se arrodilló y oró como nunca lo había hecho antes, para pedir que se le confirmara si debía llevar a cabo o no esta terrible orden.

Abraham orando

Recordó a los ángeles que fueron enviados para revelarle el propósito de Dios sobre la destrucción de Sodoma, y que le prometieron este mismo hijo Isaac.

Vino al sitio donde varias veces se había encontrado con los mensajeros celestiales, esperando hallarlos allí otra vez y recibir más instrucción; pero ninguno de ellos vino en su ayuda. Parecía que las tinieblas le habían cercado; pero la orden de Dios resonaba en sus oídos:

“Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas”.

Aquel mandato debía ser obedecido, y él no se atrevió a retardarse. La luz del día se aproximaba, y debía ponerse en marcha.

Abraham regresó a su tienda, y fue al sitio donde Isaac dormía profundamente el tranquilo sueño de la juventud y la inocencia.

Durante unos instantes el padre miró el rostro amado de su hijo, y se alejó temblando. Fue al lado de Sara, quien también dormía.

¿Debía despertarla, para que abrazara a su hijo por última vez? ¿Debía comunicarle la exigencia de Dios?

Anhelaba descargar su corazón compartiendo con su esposa esta terrible responsabilidad; pero se vio cohibido por el temor de que ella le pusiera obstáculos. Isaac era la delicia y el orgullo de Sara; la vida de ella estaba ligada a él, y el amor materno podría rehusar el sacrificio.

Abraham, por último, llamó a su hijo y le comunicó que había recibido el mandato de ofrecer un sacrificio en una montaña distante.

A menudo había acompañado Isaac a su padre para adorar en algunos de los distintos altares que señalaban su peregrinaje, de modo que este llamamiento no lo sorprendió, y pronto terminaron los preparativos para el viaje. Se alistó la leña y se la cargó sobre un asno, y acompañados de dos siervos iniciaron el viaje.

Padre e hijo caminaban el uno junto al otro en silencio. El patriarca, reflexionando en su pesado secreto, no tenía valor para hablar. Pensaba en la amante y orgullosa madre, y en el día en que él habría de regresar solo adonde ella estaba. Sabía muy bien que, al quitarle la vida a su hijo, el cuchillo heriría el corazón de ella.

Aquel día, el más largo en la vida de Abraham, llegó lentamente a su fin.

Mientras su hijo y los siervos dormían, él pasó la noche en oración, todavía con la esperanza de que algún mensajero celestial viniera a decirle que la prueba era ya suficiente, que el joven podía regresar sano y salvo a su madre.

Pero su alma torturada no recibió alivio. Pasó otro largo día y otra noche de humillación y oración, mientras la orden que lo iba a dejar sin hijo resonaba en sus oídos.

Satanás estaba muy cerca de él susurrándole palabras llenas de dudas e incredulidad; pero Abraham rechazó sus sugerencias.

Cuando se disponían a iniciar la jornada del tercer día, el patriarca, mirando hacia el norte, vio la señal prometida, una nube de gloria, que cubría el monte Moria, y comprendió que la voz que le había hablado procedía del cielo.

Ni aun entonces murmuró Abraham contra Dios, sino que fortaleció su alma espaciándose en las evidencias de la bondad y la fidelidad de Dios. Se le había dado este hijo inesperadamente; y el que le había dado este precioso regalo ¿no tenía derecho a reclamar lo que era suyo?

Entonces su fe le repitió la promesa: “En Isaac te será llamada descendencia” (Génesis 21:12), una descendencia incontable, numerosa como la arena de las playas del mar.

Isaac era el hijo de un milagro, y ¿no podía devolverle la vida el poder que se la había dado? Mirando más allá de lo visible, Abraham comprendió la divina palabra, “porque pensaba que Dios es poderoso para levantar aun de entre los muertos”. (Hebreos 11:19)

No obstante, únicamente Dios pudo comprender la grandeza del sacrificio de aquel padre al acceder a que su hijo muriese;

Abraham deseó que nadie sino Dios presenciara la escena de la despedida. Ordenó a sus siervos que permanecieran atrás, diciéndoles:

“Yo y el muchacho iremos hasta allí, y adoraremos, y volveremos a vosotros”.

Isaac, que iba a ser sacrificado, cargó con la leña; el padre llevó el cuchillo y el fuego, y juntos ascendieron a la cima del monte. El joven iba silencioso, deseando saber de dónde vendría la víctima, ya que los rebaños y los ganados habían quedado muy lejos. Finalmente dijo:

“Padre mío [...] tenemos el fuego y la leña, más ¿dónde está el cordero para el holocausto?”

¡Oh, qué prueba tan terrible era esta! ¡Cómo hirieron el corazón de Abraham esas dulces palabras: “Padre mío!” No, todavía no podía decirle, así que le contestó:

Dios proveerá de cordero para el holocausto, hijo mío”. (Génesis 22:5-8)

En el sitio indicado construyeron el altar, y pusieron sobre él la leña. Entonces, con voz temblorosa, Abraham reveló a su hijo el mensaje divino.

Con terror y asombro Isaac se enteró de su destino; pero no ofreció resistencia. Habría podido escapar a esta suerte si lo hubiera querido; el anciano, agobiado de dolor, cansado por la lucha de aquellos tres días terribles, no habría podido oponerse a la voluntad del joven vigoroso.

Pero desde la niñez se le había enseñado a Isaac a obedecer pronta y confiadamente, y cuando el propósito de Dios le fue manifestado, lo aceptó con sumisión voluntaria.

Participaba de la fe de Abraham, y consideraba como un honor el ser llamado a dar su vida en holocausto a Dios. Con ternura trató de aliviar el dolor de su padre, y animó sus debilitadas manos para que ataran las cuerdas que lo sujetarían al altar.

Por fin se dicen las últimas palabras de amor, derraman las últimas lágrimas, y se dan el último abrazo. El padre levanta el cuchillo para dar muerte a su hijo, y de repente su brazo es detenido.

detenido

Un ángel del Señor llama al patriarca desde el cielo:

“Abraham, Abraham”.

Él contesta en seguida:

“Aquí estoy”.

De nuevo se oye la voz:

“No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le hagas nada, pues ya sé que temes a Dios, por cuanto no me rehusaste a tu hijo, tu único hijo”. (Vers. 11, 12)

Entonces Abraham vio “un carnero a sus espaldas trabado en un zarzal”, y en seguida trajo la nueva víctima y la ofreció “en lugar de su hijo”.

Lleno de felicidad y gratitud, Abraham dio un nuevo nombre a aquel lugar sagrado y lo llamó “Jehová Yireh”, o sea, “Jehová proveerá”. (Vers. 13, 14)

En el monte Moria Dios renovó su pacto con Abraham y confirmó con un solemne juramento la bendición que le había prometido a él y a su descendencia por todas las generaciones futuras.

“Por mí mismo he jurado, dice Jehová, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado a tu hijo, tu único hijo, de cierto te bendeciré y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena que está a la orilla del mar; tu descendencia se adueñará de las puertas de sus enemigos. En tu simiente serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz”. (Génesis 22:16-18)

El gran acto de fe de Abraham descuella como un fanal de luz, que ilumina el sendero de los siervos de Dios en las edades subsiguientes.

Fe y Obras

Abraham no buscó excusas para no hacer la voluntad de Dios.

Durante aquel viaje de tres días tuvo tiempo suficiente para razonar, y para dudar de Dios si hubiera estado inclinado a hacerlo.

Pudo pensar que si mataba a su hijo, se le consideraría asesino, como un segundo Caín, lo cual haría que sus enseñanzas fueran desechadas y menospreciadas, y de esa manera se destruiría su facultad de beneficiar a sus semejantes.

Pudo alegar que la edad lo eximía de obedecer.

Pero el patriarca no recurrió a ninguna de estas excusas.

Abraham era humano, y sus pasiones y sus inclinaciones eran como las nuestras; pero no se detuvo a inquirir cómo se cumpliría la promesa si Isaac moría. No se detuvo a discutir con su dolorido corazón. Sabía que Dios es justo y recto en todos sus requerimientos, y obedeció el mandato al pie de la letra.

“Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia, y fue llamado amigo de Dios”. (Santiago 2:23)

San Pablo dice:

“Sabed, por tanto, que los que tienen fe, estos son hijos de Abraham”. (Gálatas 3:7)

Pero la fe de Abraham se manifestó por sus obras.

“¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? ¿No ves que la fe actuó juntamente con sus obras y que la fe se perfeccionó por las obras?”. (Santiago 2:21, 22)

Son muchos los que no comprenden la relación que existe entre la fe y las obras. Dicen: “Cree solamente en Cristo, y estarás seguro. No tienes necesidad de guardar la ley”.

Pero la verdadera fe se manifiesta mediante la obediencia.

Cristo dijo a los judíos incrédulos.

“Si fuerais hijos de Abraham, las obras de Abraham haríais”. (Juan 8:39)

Y tocante al padre de los fieles el Señor declara:

“Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”. (Génesis 26:5)

El apóstol Santiago dice:

“Así también la fe, si no tiene obras, está completamente muerta”. (Santiago 2:17)

Y Juan, que habla tan minuciosamente sobre el amor, nos dice:

“Este es el amor a Dios: que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos”. (1 Juan 5:3)

Mediante símbolos y promesas, Dios “evangelizó antes a Abraham”. Gálatas 3:8. Y la fe del patriarca se fijó en el Redentor que había de venir.

Cristo dijo a los judíos:

“Abraham, vuestro padre, se gozó de que había de ver mi día; y lo vio y se gozó”. (Juan 8:56)

El carnero ofrecido en lugar de Isaac representaba al Hijo de Dios, que había de ser sacrificado en nuestro lugar. Cuando el hombre estaba condenado a la muerte por su transgresión de la ley de Dios, el Padre, mirando a su Hijo, dijo al pecador:

“Vive, he hallado un rescate”.

Dios mandó a Abraham a sacrificar a su único hijo, no tan solo para probar su fe, sino también para grabar en la mente del patriarca la verdad del evangelio.

La agonía que sufrió durante los aciagos días de aquella terrible prueba fue permitida para que comprendiera por su propia experiencia algo de la grandeza del sacrificio que haría por el Dios infinito en favor de la redención del hombre.

Ninguna otra prueba podría haber causado a Abraham tanta angustia como la que le causó el ofrecer a su hijo.

Dios entregó a su Hijo para que muriera en la agonía y la vergüenza. A los ángeles que presenciaron la humillación y la angustia del Hijo de Dios, no se les permitió intervenir como en el caso de Isaac. No hubo voz que clamara: “¡Basta!

El Rey de la gloria entregó su vida para salvar a la raza caída.

¿Qué mayor prueba se puede dar del infinito amor y de la compasión de Dios?

“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?” (Romanos 8:32)

El sacrificio exigido a Abraham no fue solamente para su propio bien ni tampoco exclusivamente para el beneficio de las futuras generaciones; sino también para instruir a los seres sin pecado del cielo y de otros mundos.

El campo de batalla entre Cristo y Satanás, el terreno en el cual se desarrolla el plan de la redención, es el libro de texto del universo.

Por haber demostrado Abraham falta de fe en las promesas de Dios, Satanás lo había acusado ante los ángeles y ante Dios de no ser digno de sus bendiciones. Dios deseaba probar la lealtad de su siervo ante todo el cielo, para demostrar que no se puede aceptar algo inferior a la obediencia perfecta y para revelar más plenamente el plan de la salvación.

Los seres celestiales fueron testigos de la escena en que se probaron la fe de Abraham y la sumisión de Isaac. La prueba fue mucho más severa que la impuesta a Adán. La obediencia a la prohibición hecha a nuestros primeros padres no entrañaba ningún sufrimiento; pero la orden dada a Abraham exigía el más atroz sacrificio.

Todo el cielo presenció, absorto y maravillado, la intachable obediencia de Abraham. Todo el cielo aplaudió su fidelidad. Se demostró que las acusaciones de Satanás eran falsas. Dios declaró a su siervo:

“Ya sé que temes a Dios [a pesar de las denuncias de Satanás], por cuanto no me has rehusado a tu hijo, tu único”.

El pacto de Dios, confirmado a Abraham mediante un juramento ante los seres de los otros mundos, atestiguó que la obediencia será premiada.

Había sido difícil aun para los ángeles comprender el misterio de la redención, entender que el Soberano del cielo, el Hijo de Dios, debía morir por el hombre culpable.

Cuando a Abraham se le mandó a ofrecer a su hijo en sacrificio, se despertó el interés de todos los seres celestiales. Con intenso fervor, observaron cada paso dado en cumplimiento de ese mandato.

Cuando a la pregunta de Isaac: “¿Dónde está el cordero para el holocausto?” Abraham contestó: “Dios proveerá cordero”; y cuando fue detenida la mano del padre en el momento mismo en que estaba por sacrificar a su hijo y el carnero que Dios había provisto fue ofrecido en lugar de Isaac, entonces se derramó luz sobre el misterio de la redención, y aun los ángeles comprendieron más claramente las medidas admirables que había tomado Dios para salvar al hombre. Véase 1 Pedro 1:12.