Abraham

Después de la dispersión de Babel, la idolatría llegó a ser otra vez casi universal, y el Señor dejó finalmente que los transgresores empedernidos siguieran sus malos caminos, mientras elegía a Abraham del linaje de Sem, a fin de hacerle depositario de su ley para las futuras generaciones.

Abraham se había criado en un ambiente de superstición y paganismo. Aun la familia de su padre, en la cual se había conservado el conocimiento de Dios, estaba cediendo a las seductoras influencias que la rodeaban, “y servían a dioses extraños” (Josué 24:2), en vez de servir a Jehová.

dioses extraños

Pero la verdadera fe no había de extinguirse. Dios ha conservado siempre un remanente para que le sirva. Adán, Set, Enoc, Matusalén, Noé, Sem, en línea ininterrumpida, transmitieron de generación en generación las preciosas revelaciones de su voluntad.

El hijo de Taré se convirtió en el heredero de este santo cometido. Por todas partes lo invitaba la idolatría, pero en vano. Fiel entre los fieles, incorrupto en medio de la prevaleciente apostasía, se mantuvo firme en la adoración del único Dios verdadero.

“Cercano está Jehová a todos los que lo invocan, a todos los que lo invocan de veras.” (Salmos 145:18)

Él comunicó su voluntad a Abraham, y le dio un conocimiento claro de los requerimientos de su ley, y de la salvación que alcanzaría mediante Cristo.

A Abraham se le dio la promesa, muy apreciada por la gente de aquel entonces, de que tendría numerosa posteridad y grandeza nacional:

“Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición.” (Génesis 12:2)

Además, el heredero de la fe recibió la promesa que para él era la más preciosa de todas, a saber que de su linaje descendería el Redentor del mundo:

“Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra.”

Sin embargo, como condición primordial para su cumplimiento, su fe iba a ser probada; se le exigiría un sacrificio.

El mensaje de Dios a Abraham fue:

“Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré.”

A fin de que Dios pudiera capacitarlo para su gran obra como depositario de los sagrados oráculos, Abraham debía separarse de los compañeros de su niñez. La influencia de sus parientes y amigos impediría la educación que el Señor intentaba dar a su siervo.

Ahora que Abraham estaba, en forma especial, unido con el cielo, debía morar entre extraños. Su carácter debía ser peculiar, diferente del de todo el mundo. Ni siquiera podía explicar su manera de obrar para que la entendieran sus amigos.

Las cosas espirituales se disciernen espiritualmente, y sus motivos y acciones no eran comprendidos por sus parientes idólatras.

“Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba.” (Hebreos 11:8)

La obediencia incondicional de Abraham es una de las más notables evidencias de fe de toda la Sagrada Escritura. Para él, la fe era “la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.”

Confiando en la divina promesa, sin la menor seguridad externa de su cumplimiento, abandonó su hogar, sus parientes, y su tierra nativa; y salió, sin saber adónde iba, fiel a la dirección divina.

“Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, habitando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa.”

No fue una prueba ligera la que soportó Abraham, ni tampoco era pequeño el sacrificio que se requirió de él. Había fuertes vínculos que lo ataban a su tierra, a sus parientes y a su hogar.

Pero no vaciló en obedecer al llamamiento. Nada preguntó en cuanto a la tierra prometida. No averiguó si era fértil y de clima agradable, si los campos ofrecían paisajes hermosos, o si habría oportunidad para acumular riquezas. Dios había hablado, y su siervo debía obedecer; el lugar más feliz de la tierra para él era dónde Dios quería que estuviera.

Muchos continúan siendo probados como lo fue Abraham. No oyen la voz de Dios hablándoles directamente desde el cielo; pero, en cambio, son llamados mediante las enseñanzas de su Palabra y los acontecimientos de su providencia.

Se les puede pedir que abandonen una carrera que promete riquezas y honores, que dejen afables y provechosas amistades, y que se separen de sus parientes, para entrar en lo que parece ser únicamente un sendero de abnegación, trabajos y sacrificios.

Dios tiene un trabajo para ellos; pero una vida fácil y la influencia de las amistades y los parientes impediría el desarrollo de los rasgos esenciales para su realización. Los llama para que se aparten de las influencias y los auxilios humanos, y les hace sentir la necesidad de su ayuda, y de depender solamente de Dios, para que él mismo pueda revelarse a ellos.

¿Quién está listo para renunciar a los planes que ha abrigado y a las relaciones familiares tan pronto lo llame la Providencia?

¿Quién aceptará nuevas obligaciones y entrará en campos inexplorados para hacer la obra de Dios con buena voluntad y firmeza y contar sus pérdidas como ganancia por amor a Cristo?

El que haga esto tiene la fe de Abraham, y compartirá con él el “más excelente y eterno peso de gloria”, con el cual no se pueden comparar “las aflicciones del tiempo presente.” (2 Corintios 4:17; Romanos 8:18)

El llamamiento del cielo le llegó a Abraham por primera vez mientras vivía en “Ur de los Caldeos” (Génesis 11:31) y, obediente, se trasladó a Harán. Hasta allí lo acompañó la familia de su padre, pues con su idolatría ella mezclaba la adoración del Dios verdadero.

Allí permaneció Abraham hasta la muerte de Taré. Pero después de la muerte de su padre la voz divina le ordenó proseguir su peregrinación. Su hermano Nacor, con toda su familia, se quedó en su hogar y con sus ídolos.

Además de Sara, la esposa de Abraham, únicamente Lot, cuyo padre Harán había fallecido hacía mucho tiempo, escogió participar de la vida de peregrinaje del patriarca. Sin embargo, fue una gran compañía la que salió de Mesopotamia.

Abraham ya poseía gran cantidad de ganado vacuno y lanar, que eran las riquezas del Oriente, e iba acompañado de un gran número de criados y personas dependientes de él. Se alejaba de la tierra de sus padres para nunca más volver, y llevó consigo todo lo que poseía, “todos los bienes que habían ganado y las personas que habían adquirido en Harán.” (Génesis 12:5)

peregrinacion abraham

Entre los que le acompañaban muchos eran guiados por motivos más altos que el interés propio. Mientras estuvieron en Harán, Abraham y Sara los habían inducido a adorar y servir al Dios verdadero. Estos se agregaron a la familia del patriarca, y le acompañaron a la tierra prometida.

“Y salieron para ir a tierra de Canaán; y a tierra de Canaán llegaron.”

El sitio donde se detuvieron primero fue Siquem. A la sombra de las encinas de Moré, en un ancho y herboso valle, con olivos y ricas fuentes, entre los montes de Ebal y Gerizim,

Abraham estableció su campamento. El patriarca había entrado en un país hermoso y bueno, “tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes; tierra de trigo y cebada, de vides, higueras y granados; tierra de olivos, de aceite y de miel." (Deuteronomio 8:7, 8)

Pero, para el adorador de Jehová, una espesa sombra descansaba sobre las arboladas colinas y el fructífero valle.

“El cananeo estaba entonces en la tierra."

Abraham había alcanzado el blanco de sus esperanzas, pero había encontrado el país ocupado por una raza extraña y dominada por la idolatría.

En los bosques había altares consagrados a los dioses falsos, y se ofrecían sacrificios humanos en las alturas vecinas.

moloch

Aunque Abraham se aferraba a la divina promesa, estableció allí su campamento con penosos presentimientos.

Entonces “apareció Jehová a Abram, y le dijo: 'A tu descendencia daré esta tierra'.” (Génesis 12:7)

Su fe se fortaleció con esta seguridad de que la divina presencia estaba con él, y de que no estaba abandonado a merced de los impíos.

“Y edificó allí un altar a Jehová, quien se le había aparecido.”

altar

Continuando aún como peregrino, pronto se marchó a un lugar cerca de Retel, y de nuevo erigió un altar e invocó el nombre del Señor.

Abraham, el “amigo de Dios” (Santiago 2:23), nos dio un digno ejemplo. Desarrolló una vida de oración. Donde quiera que establecía su campamento, muy cerca de él también levantaba su altar, y llamaba a todos los que le acompañaban al sacrificio matutino y vespertino.

Cuando retiraba su tienda, el altar permanecía allí. En los años subsiguientes, hubo entre los errantes cananeos algunos que habían sido instruidos por Abraham; y siempre que uno de ellos llegaba al altar, sabía quién había estado allí antes que él; y después de levantar su tienda, reparaba el altar y allí adoraba al Dios viviente.

La segunda prueba

Abraham continuó su viaje hacia el sur; y otra vez fue probada su fe.

El cielo retuvo la lluvia, los arroyos cesaron de correr por los valles, y se marchitó la hierba de las llanuras. Los ganados no encontraban pastos, y el hambre amenazaba a todo el campamento.

¿No pondría ahora el patriarca en tela de juicio la dirección de la Providencia?

¿No miraría hacia atrás anhelando la abundancia de las llanuras caldeas?

Todos observaban ansiosamente para ver qué haría Abraham, a medida que una dificultad sucedía a la otra. Al ver su confianza inquebrantable, comprendían que había esperanza; sabían que Dios era su amigo y seguía guiándole.

Abraham no podía explicar la dirección de la Providencia; sus esperanzas no se habían cumplido; pero mantuvo su confianza en la promesa:

“Haré de ti una nación grande, te bendeciré, engrandeceré tu nombre y serás bendición.” (Génesis 12:2)

Con oraciones fervientes consideró la manera de preservar la vida de su pueblo y de su ganado, pero no permitió que las circunstancias perturbaran su fe en la palabra de Dios.

Para escapar del hambre fue a Egipto. No, abandonó a Canaán, ni tampoco en su extrema necesidad se volvió a la tierra de Caldea de la cual había venido, donde no había escasez de pan; sino que buscó refugio temporal tan cerca como fuera posible de la tierra prometida, con la intención de regresar pronto al sitio donde Dios lo había puesto.

En su providencia, el Señor proporcionó esta prueba a Abraham para enseñarle lecciones de sumisión, paciencia y fe, lecciones que habían de conservarse por escrito para beneficio de todos los que posteriormente iban a ser llamados a soportar aflicciones.

Dios dirige a sus hijos por senderos que ellos desconocen; pero no olvida ni desecha a los que depositan su confianza en él. Permitió que Job fuera atribulado pero no lo abandonó. Consintió en que el amado Juan fuera desterrado a la solitaria isla de Patmos, pero el Hijo de Dios lo visitó allí, y pudo ver escenas de gloria inmortal.

Dios permite que las pruebas asedien a los suyos, para que mediante su constancia y obediencia puedan enriquecerse espiritualmente, y para que su ejemplo sea una fuente de poder para otros.

“Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal.” (Jeremías 29:11)

Los mismos sufrimientos que prueban más severamente nuestra fe, y que nos hacen pensar que Dios nos ha olvidado, sirven para llevarnos más cerca de Cristo, para que echemos todas nuestras cargas a sus pies, y para que sintamos la paz que nos ha de dar en cambio.

Dios probó siempre a su pueblo en el crisol de la aflicción. Es en el fuego del crisol donde la escoria se separa del oro puro del carácter cristiano. Jesús vigila la prueba; él sabe qué se necesita para purificar el precioso metal, a fin de que refleje la luz de su amor.

Es mediante pruebas estrictas y reveladoras cómo Dios disciplina a sus siervos. Él ve que algunos tienen aptitudes que pueden usarse en el progreso de su obra, y los somete a pruebas. En su providencia, los coloca en situaciones que prueban su carácter, y revelan defectos y debilidades que estaban ocultos para ellos mismos.

Les da la oportunidad de corregir estos defectos, y de prepararse para su servicio. Les muestra sus propias debilidades, y les enseña a depender de él; pues él es su única ayuda y salvaguardia.

Así se alcanza su propósito.

Son educados, adiestrados, disciplinados y preparados a fin de cumplir el gran propósito para el cual recibieron sus capacidades. Cuando Dios los llama a trabajar, están listos, y los ángeles pueden ayudarlos en la obra que debe hacerse en la tierra.

Durante su permanencia en Egipto, Abraham dio evidencias de que no estaba libre de la imperfección y la debilidad humanas. Al ocultar el hecho de que Sara era su esposa, reveló desconfianza en el amparo divino, una falta de esa fe y ese valor elevadísimos tan noble y frecuentemente manifestados en su vida.

Sara era una “mujer hermosa de vista”, y Abraham no dudó de que los egipcios de piel oscura codiciarían a la hermosa extranjera, y que para conseguirla, no tendrían escrúpulos en matar a su esposo.

Razonó que no mentía al presentar a Sara como su hermana; pues ella era hija de su padre, aunque no de su madre. Pero este ocultamiento de la verdadera relación que existía entre ellos era un engaño. Ningún desvío de la estricta integridad puede merecer la aprobación de Dios.

A causa de la falta de fe de Abraham, Sara estuvo en gran peligro. El rey de Egipto, habiendo oído hablar de su belleza, la hizo llevar a su palacio, pensando hacerla su esposa. Pero el Señor, en su gran misericordia, protegió a Sara, enviando plagas sobre la familia real.

Por este medio supo el monarca la verdad del asunto, e indignado por el engaño de que había sido objeto, devolvió su esposa a Abraham reprendiéndole así:

“Qué es esto que has hecho conmigo? [...] ¿Por qué dijiste: 'Es mi hermana,' poniéndome en ocasión de tomarla para mí por mujer? Ahora, pues, aquí está tu mujer; tómala y vete." (Génesis 12:11, 18, 19)

sara egipto

Abraham había sido muy favorecido por el rey; y aun ahora el faraón no permitió que le hicieran daño a él o a su compañía, sino que ordenó que una guardia los condujera con seguridad fuera de sus dominios.

En ese tiempo se promulgaron leyes que prohibían a los egipcios relacionarse con pastores extranjeros en actos familiares, tales como comer o beber juntos. La despedida que el faraón dio a Abraham fue amable y generosa; pero le pidió que saliera de Egipto, pues no se atrevía a permitirle permanecer en el país.

Sin saberlo, el rey había estado a punto de hacerle un gran daño; pero Dios se había interpuesto, y había salvado al monarca de cometer tan gran pecado. El faraón vio en este extranjero a un hombre honrado por el Dios del cielo, y temió tener en su reino a una persona que evidentemente gozaba del favor divino.

Si Abraham se quedaba en Egipto, su riqueza e influencia social podrían despertar la envidia y la codicia de los egipcios, quienes podrían causarle algún daño, por el cual el monarca sería considerado responsable, y que podría atraer nuevamente plagas sobre la familia real.

La amonestación dada al faraón resultó ser una protección para Abraham en sus relaciones futuras con los pueblos paganos; pues el asunto no pudo conservarse en secreto. Era evidente que el Dios a quien Abraham adoraba protegía a su siervo, y que cualquier daño que se le hiciera sería vengado.

Es asunto peligroso dañar a uno de los hijos del Rey del cielo. El salmista se refiere a este capítulo de la experiencia de Abraham cuando dice, al hablar del pueblo escogido, que Dios “por causa de ellos castigó a los reyes. 'No toquéis—dijo—a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas'.” (Salmos 105:14, 15)

Hay una interesante semejanza entre la experiencia de Abraham en Egipto y la de sus descendientes siglos después.

En ambos casos, fueron a Egipto debido al hambre y permanecieron allí y, a causa de los juicios divinos en su favor, los egipcios sintieron temor de ellos, y los descendientes de Abraham salieron al fin enriquecidos por los obsequios de los paganos.

Abraham en Canaán

Basado en Génesis 13; 15; 17:1-16 y 18.

Abraham volvió a Canaán “riquísimo en ganado, en plata y oro”. Lot aún estaba con él, y de nuevo llegaron a Bet-el, y establecieron su campamento junto al altar que habían levantado anteriormente.

Pronto comprendieron que las riquezas acrecentadas aumentaban las dificultades.

En medio de las penurias y las pruebas habían vivido juntos en perfecta armonía, pero en su prosperidad había peligro de discordias entre ellos. Los pastos no eran suficientes para el ganado de ambos; y las frecuentes disputas entre los pastores fueron traídas ante sus amos para que las resolvieran.

Era evidente que debían separarse. Abraham era mayor que Lot, y superior a él en parentesco, riqueza y posición; no obstante, él fue el primero en sugerir planes para mantener la paz. A pesar de que Dios mismo le había dado toda esa tierra,== muy cortésmente renunció a su derecho==.

“No haya ahora altercado -dijo Abraham- entre nosotros dos ni entre mis pastores y los tuyos, porque somos hermanos. ¿No está toda la tierra delante de ti? Yo te ruego que te apartes de mí. Si vas a la mano izquierda, yo iré a la derecha; y si a la mano derecha, yo iré a la izquierda.” (Génesis 13:1-9)

Este caso puso de manifiesto el noble y desinteresado espíritu de Abraham.

¡Cuántos, en circunstancias semejantes, habrían procurado a toda costa sus preferencias y derechos personales!

¡Cuántas familias se han desintegrado por esa razón!

¡Cuántas iglesias se han dividido, dando lugar a que la causa de la verdad sea objeto de las burlas y el menosprecio de los impíos!

“No haya ahora altercado entre nosotros dos.” dijo Abraham, “porque somos hermanos.”

No solo lo eran por parentesco natural sino también como adoradores del verdadero Dios. Los hijos de Dios forman una sola familia en todo el mundo, y debe guiarlos el mismo espíritu de amor y concordia.

“Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros” (Romanos 12:10), es la enseñanza de nuestro Salvador.

El cultivo de una cortesía uniforme, y la voluntad de tratar a otros como deseamos ser tratados nosotros, eliminaría la mitad de las dificultades de la vida. El espíritu de ensalzamiento propio es el espíritu de Satanás; pero el corazón que abriga el amor de Cristo poseerá esa caridad que no busca lo suyo. El tal cumplirá la orden divina:

“No busquéis vuestro propio provecho, sino el de los demás.” (Filipenses 2:4)

Aunque Lot debía su prosperidad a su relación con Abraham, no manifestó gratitud hacia su bienhechor. La cortesía hubiera requerido que él dejase escoger a Abraham; pero en vez de hacer eso, trató egoístamente de apoderarse de las mejores ventajas.

“Alzó Lot sus ojos y vio toda la llanura del Jordán, toda ella era de riego, como el huerto de Jehová, como la tierra de Egipto en la dirección de Zoar.” (Génesis 13:10-13)

La región más fértil de toda Palestina era el valle del Jordán, que a todos aquellos que lo veían les recordaba el paraíso perdido, pues igualaba en hermosura y producción a las llanuras fertilizadas por el Nilo que hacía tan poco tiempo habían dejado.

También había ciudades, ricas y hermosas, que invitaban a hacer provechosas ganancias mediante el intercambio comercial en sus concurridos mercados.

Ofuscado por sus visiones de ganancias materiales, Lot pasó por alto los males morales y espirituales que encontraría allí. Los habitantes de la llanura eran “malos y pecadores para con Jehová en gran manera”, pero Lot ignoraba eso, o si lo sabía, le dio poca importancia.

“Entonces Lot escogió para sí toda la llanura del Jordán”, “y fue poniendo sus tiendas hasta Sodoma.”

¡Cuán mal previó los terribles resultados de esa elección egoísta!

Después de separarse de Lot, Abraham recibió otra vez la promesa del Señor de que todo el país sería suyo. Poco tiempo después, se mudó a Hebrón, levantó su tienda bajo el encinar de Mamre y al lado erigió un altar para el Señor.

En esas frescas mesetas, con sus olivares y viñedos, sus ondulantes campos de trigo y las amplias tierras de pastoreo circundadas de colinas, habitó Abraham, satisfecho de su vida sencilla y patriarcal, dejando a Lot el peligroso lujo del valle de Sodoma.

Abraham fue honrado por los pueblos circunvecinos como un príncipe poderoso y un caudillo sabio y capaz. No dejó de ejercer su influencia entre sus vecinos. Su vida y su carácter, en contraste con la vida y el carácter de los idólatras, ejercían una influencia notable en favor de la verdadera fe.

Su fidelidad hacia Dios fue inquebrantable, en tanto que su afabilidad y benevolencia inspiraban confianza y amistad, y su grandeza sin afectación imponía respeto y honra.

No retuvo su religión como un tesoro precioso que debía guardarse celosamente y pertenecer exclusivamente a su poseedor. La verdadera religión no puede considerarse así, pues un espíritu tal sería contrario a los principios del evangelio.

Mientras Cristo more en el corazón, será imposible esconder la luz de su presencia, u oscurecerla. Por el contrario, brillará cada vez más a medida que día tras día las nieblas del egoísmo y del pecado que envuelven el alma sean disipadas por los brillantes rayos del Sol de justicia.

Los hijos de Dios son sus representantes en la tierra y él quiere que sean luces en medio de las tinieblas morales de este mundo. Esparcidos por todos los ámbitos de la tierra, en pueblos, ciudades y aldeas, son testigos de Dios, los medios por los cuales él ha de comunicar a un mundo incrédulo el conocimiento de su voluntad y las maravillas de su gracia.

Él se propone que todos los que reciben la salvación sean sus misioneros. La piedad de los cristianos constituye la norma mediante la cual los infieles juzgan al evangelio.

Las pruebas soportadas pacientemente, las bendiciones recibidas con gratitud, la mansedumbre, la bondad, la misericordia y el amor manifestados habitualmente, son las luces que brillan en el carácter ante el mundo, y ponen de manifiesto el contraste que existe con las tinieblas que proceden del egoísmo del corazón natural.

Abraham, además de ser rico en fe, noble y generoso, inquebrantable en la obediencia, y humilde en la sencillez de su vida de peregrino, era sabio en la diplomacia, y valiente y diestro en la guerra.

A pesar de ser conocido como maestro de una nueva religión, tres príncipes, hermanos entre sí y soberanos de las llanuras de los amorreos donde él vivía, le demostraron su amistad invitándolo a aliarse con ellos para alcanzar mayor seguridad; pues el país estaba lleno de violencia y opresión. Muy pronto se le presentó una oportunidad para valerse de esta alianza.

Quedorlaomer, rey de Elam, había invadido la tierra de Canaán hacía catorce años, y la había hecho su tributaria. Varios de los príncipes se habían rebelado ahora, y el rey elamita, con cuatro aliados, marchó de nuevo contra el país con el fin de someterlo.

Cinco reyes de Canaán unieron sus fuerzas, y salieron al encuentro de los invasores en el valle de Sidim, nada más que para ser derrotados. Una gran parte del ejército fue destruida totalmente, y los que pudieron escapar huyeron a las montañas en busca de seguridad.

Los invasores victoriosos saquearon las ciudades de la llanura, y se marcharon llevándose un rico botín y muchos prisioneros, entre los cuales iban Lot y su familia.

Abraham, que habitaba tranquilamente en el encinar de Mamre, se enteró por un fugitivo de lo ocurrido en aquella batalla y de la desgracia de su sobrino. No había albergado en su corazón resentimiento por la ingratitud de Lot. Se despertó por él todo su afecto, y decidió rescatarlo.

Buscando ante todo el consejo divino, Abraham se preparó para la guerra. En su propio campamento reunió a trescientos dieciocho de sus siervos adiestrados, hombres educados en el temor de Dios, en el servicio de su señor y en el uso de las armas. Sus aliados, Mamre, Escol y Aner, se le unieron con sus grupos, y juntos salieron en persecución de los invasores.

Los elamitas y sus aliados habían acampado en Dan, en la frontera septentrional de Canaán. Envalentonados por su victoria, y sin temer un asalto de parte de sus enemigos vencidos, se habían entregado por completo a la orgía.

El patriarca dividió sus fuerzas de tal manera que estas se aproximaran por distintos puntos, y convergieran en el campamento enemigo, atacándolo durante la noche. Su ataque, fuerte e inesperado, logró una rápida victoria.

El rey de Elam fue asesinado, y sus ejércitos, presas de pánico, fueron totalmente derrotados. Lot y su familia, con todos los demás prisioneros y sus bienes, fueron recuperados, y un rico botín de guerra cayó en poder de los vencedores.

Después de Dios, el triunfo se debió a Abraham. El adorador de Jehová no solo había prestado un gran servicio al país, sino que también se había mostrado como hombre de valor. Se vio que la justicia no es cobarde, y que la religión de Abraham le daba valor para mantener el derecho y defender a los oprimidos. Su heroica hazaña le dio amplia influencia entre las tribus de la región.

A su regreso, el rey de Sodoma le salió al encuentro con su séquito para honrarlo como conquistador. Le pidió que conservase los bienes, solicitándole únicamente la entrega de los prisioneros.

Conforme a las leyes de la guerra, el botín pertenecía a los vencedores; pero Abraham no había emprendido esta expedición con el objeto de obtener lucro, y rehusó aprovecharse de los desdichados; solamente pidió que sus aliados recibieran la porción a que tenían derecho.

Muy pocos, si fueran sometidos a la misma prueba, se habrían mostrado tan nobles como Abraham. Pocos hubieran resistido la tentación de asegurarse tan rico botín. Su ejemplo es un reproche para los espíritus egoístas y mercenarios.

Abraham tuvo en cuenta las exigencias de la justicia y la humanidad. Su conducta ilustra la máxima inspirada:

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” (Levítico 19:18)

“He jurado a Jehová, Dios Altísimo, creador de los cielos y de la tierra, que ni un hilo ni una correa de calzado tomaré de todo lo que es tuyo, para que no digas: 'Yo enriquecí a Abram'.” (Génesis 14:22, 23)

No quería darles motivo para que creyeran que había emprendido la guerra con miras de lucro, ni que atribuyeran su prosperidad a sus regalos o a su favor. Dios había prometido bendecir a Abraham, y a él debía adjudicársele la gloria.

Otro que salió a dar la bienvenida al victorioso patriarca fue Melquisedec, rey de Salem, quién trajo pan y vino para alimentar al ejército. Como “sacerdote del Dios alto”, bendijo a Abraham, y dio gracias al Señor, quien había obrado tan grande liberación por medio de su siervo.

Y “le dio Abram los diezmos de todo.”

Abraham regresó muy regocijado a su campamento y a sus ganados; pero su espíritu estaba perturbado por pensamientos que no lo abandonaban. Había sido hombre de paz, y hasta donde le fue posible, evitó toda enemistad y contienda; y con horror recordaba la escena de matanza que había presenciado.

Las naciones cuyas fuerzas había derrotado intentarían sin duda invadir de nuevo a Canaán, y lo harían objeto especial de su venganza. Enredado en esta forma en las discordias nacionales, vería interrumpirse la apacible quietud de su vida.

Por otro lado, no había tomado posesión de Canaán, ni podía esperar ya un heredero en quien la promesa se hubiera de cumplir.

El pacto de Dios con Abraham

En una visión nocturna, Abraham oyó otra vez la voz divina:

“No temas, Abram, yo soy tu escudo, y tu recompensa será muy grande.” (Génesis 15:1)

Pero Abraham estaba tan deprimido por los presentimientos que esta vez no pudo aceptar la promesa con absoluta confianza como lo había hecho antes. Rogó que se le diera una evidencia tangible de que la promesa sería cumplida.

¿Cómo iba a cumplirse la promesa del pacto, mientras se le negaba la dádiva de un hijo?

“¿Qué me darás, si no me has dado hijos y el mayordomo de mi casa es ese Eliezer, el damasceno? Dijo también Abram: “Como no me has dado prole, mi heredero será un esclavo nacido en mi casa.”

Se proponía adoptar a su fiel siervo Eliezer como hijo y heredero. Pero se le aseguró que un hijo propio había de ser su heredero.

Entonces Dios lo llevó fuera de su tienda, y le dijo que mirara las innumerables estrellas que brillaban en el firmamento; y mientras lo hacía le fueron dirigidas las siguientes palabras:

“Así será tu descendencia.” “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia.” (Vers. 5; Romanos 4:3)

Aun así el patriarca suplicó que se le diera una señal visible para confirmar su fe, y como evidencia para las futuras generaciones de que los bondadosos propósitos que Dios tenía con ellas se cumplirían.

El Señor se dignó concertar un pacto con su siervo, empleando las formas acostumbradas entre los hombres para la ratificación de contratos solemnes.

En conformidad con las indicaciones divinas, Abraham sacrificó una novilla, una cabra y un carnero, cada uno de tres años de edad, dividió cada cuerpo en dos partes y colocó las piezas a poca distancia la una de la otra. Añadió una tórtola y un palomino, que no fueron partidos.

Hecho esto, Abraham pasó reverentemente entre las porciones del sacrificio, e hizo un solemne voto a Dios de obediencia perpetua.

Atenta y constantemente permaneció al lado de los animales partidos, hasta la puesta del sol, para que no fueran profanados o devorados por las aves de rapiña.

Al atardecer se durmió profundamente; y “el temor de una gran oscuridad cayó sobre él.” (Génesis 15:12)

Y oyó la voz de Dios diciéndole que no esperara la inmediata posesión de la tierra prometida, y anunciándole los sufrimientos que su posteridad tendría que soportar antes de tomar posesión de Canaán.

Le fue revelado el plan de redención, en la muerte de Cristo, el gran sacrificio, y su venida en gloria. También vio Abraham la tierra restaurada a su belleza edénica, que se le daría a él para siempre, como pleno y final cumplimiento de la promesa.

Como garantía de este pacto de Dios con el hombre, “apareció un horno humeante y una antorcha de fuego que pasaba por entre los animales divididos” y aquellos símbolos de la presencia divina consumieron completamente las víctimas. Y otra vez oyó Abraham una voz que confirmaba la dádiva de la tierra de Canaán a sus descendientes, “desde el río de Egipto hasta el río grande, el Éufrates.” (Vers. 18)

Cuando hacía casi veinticinco años que Abraham estaba en Canaán, el Señor se le apareció y le dijo:

“Yo soy el Dios Todopoderoso. Anda delante de mí y sé perfecto.” (Génesis 17:1-16)

Con reverencia el patriarca se postró, y el mensaje continuó así:

“Este es mi pacto contigo: Serás padre de muchedumbre de gentes.”

Como garantía del cumplimiento de este pacto, su nombre, que hasta entonces era Abram, fue cambiado en “Abraham”, que significa: “padre de muchedumbre de gentes.”

El nombre de Sarai se cambió por el de Sara, “princesa”; pues, dijo la divina voz, “vendrá a ser madre de naciones; reyes de pueblos serán de ella.”

Fue entonces cuando se le dio el rito de la circuncisión a Abraham “como sello de la justicia de la fe que tuvo cuando aún no había sido circuncidado.” (Romanos 4:11)

Este rito había de ser observado por el patriarca y sus descendientes como señal de que estaban dedicados al servicio de Dios, y por consiguiente separados de los idólatras y aceptados por Dios como su tesoro especial.

Por este rito se comprometían a cumplir, por su parte, las condiciones del pacto hecho con Abraham. No debían contraer matrimonio con los paganos; pues haciéndolo perderían su reverencia hacia Dios y hacia su santa ley, serían tentados a participar de las prácticas pecaminosas de otras naciones, y serían inducidos a la idolatría.

Abraham, Sodoma y Jesús

Dios confirió un gran honor a Abraham. Los ángeles del cielo anduvieron y hablaron con él como con un amigo. Cuando los juicios de Dios estaban por caer sobre Sodoma, este hecho no le fue ocultado y él se convirtió en intercesor de los pecadores para con Dios. Su entrevista con los ángeles presenta también un hermoso ejemplo de hospitalidad.

En un caluroso mediodía, el patriarca estaba sentado a la puerta de su tienda, contemplando el tranquilo panorama, cuando vio a lo lejos a tres viajeros que se aproximaban.

Antes de llegar a su tienda, los forasteros se detuvieron, como para consultarse respecto al camino que debían seguir.

Sin esperar que le solicitaran favor alguno, Abraham se levantó de inmediato, y cuando ellos parecían irse hacia otra dirección, él se apresuró a acercarse a ellos, y con la mayor cortesía les pidió que lo honraran deteniéndose en su casa para descansar.

Con sus propias manos les trajo agua para que se lavaran los pies y se quitaran el polvo del camino. Él personalmente escogió los alimentos para los visitantes y mientras descansaban bajo la sombra refrescante, se sirvió la mesa, y él se mantuvo respetuosamente al lado de ellos, mientras participaban de su hospitalidad.

Este acto de cortesía fue considerado por Dios de suficiente importancia como para registrarlo en su Palabra; y aproximadamente dos mil años más tarde, un apóstol inspirado se refirió a él, diciendo:

“No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles.” (Hebreos 13:2)

Abraham no había visto en sus huéspedes más que tres viajeros cansados. No imaginó que entre ellos había Uno a quien podría adorar sin cometer pecado. En ese momento le fue revelado el verdadero carácter de los mensajeros celestiales.

Aunque iban en camino como mensajeros de ira, a Abraham, el hombre de fe, le hablaron primeramente de bendiciones. Aunque Dios es riguroso para notar la iniquidad y castigar la transgresión, no se complace en la venganza.

La obra de la destrucción es una “extraña obra” (Isaías 28:21) para el que es infinito en amor.

“La comunión íntima de Jehová es con los que lo temen.” (Salmos 25:14)

Abraham había honrado a Dios, y el Señor lo honró, haciéndole partícipe de sus consejos, y revelándole sus propósitos.

“¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer?” dijo el Señor. (Génesis 18:17-33)

Dios conocía bien la medida de la culpabilidad de Sodoma; pero se expresó a la manera de los hombres, para que la justicia de su trato fuese comprendida.

Antes de descargar sus juicios sobre los transgresores, iría él mismo a examinar su conducta; si no habían traspasado los límites de la misericordia divina, les concedería todavía más tiempo para que se arrepintieran.

Dos de los mensajeros celestiales se marcharon dejando a Abraham solo con Aquel a quien reconocía ahora como el Hijo de Dios. Y el hombre de fe intercedió en favor de los habitantes de Sodoma.

Una vez los había salvado mediante su espada, ahora trató de salvarlos por medio de la oración. Lot y su familia habitaban aún allí; y el amor desinteresado que movió a Abraham a rescatarlo de los elamitas, trató ahora de salvarlo de la tempestad del juicio divino, si era la voluntad de Dios.

Con profunda reverencia y humildad rogó:

“He aquí ahora que he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza.”

En su súplica no había confianza en sí mismo, ni jactancia de su propia justicia. No pidió un favor basado en su obediencia, o en los sacrificios que había hecho en cumplimiento de la voluntad de Dios.

Siendo él mismo pecador, intercedió en favor de los pecadores.

Semejante espíritu deben tener todos los que se acercan a Dios. Abraham manifestó la confianza de un niño que suplica a un padre a quien ama. Se aproximó al mensajero celestial, y fervientemente le hizo su petición.

A pesar de que Lot habitaba en Sodoma, no participaba de la impiedad de sus habitantes. Abraham pensó que en aquella populosa ciudad debía haber otros adoradores del verdadero Dios. Y tomando en consideración este hecho, suplicó:

“Lejos de ti el hacerlo así, que hagas morir al justo con el impío y que el justo sea tratado como el impío. ¡Nunca tal hagas! El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Génesis 18:25)

Abraham no imploró una vez, sino muchas. Insistía aún a más a medida que se le concedía lo pedido, persistió hasta que obtuvo la seguridad de que aunque hubiera allí solamente diez personas justas, la ciudad sería perdonada.

El amor hacia las almas a punto de perecer inspiraba las oraciones de Abraham. Aunque detestaba los pecados de aquella ciudad corrompida, deseaba que los pecadores pudieran salvarse.

Su profundo interés por Sodoma demuestra la preocupación que hemos de tener por los impíos. Debemos sentir odio hacia el pecado, y compasión y amor hacia el pecador.

Por todas partes, en derredor nuestro, hay almas que van hacia una ruina tan desesperada y terrible como la que sobrecogió a Sodoma. Cada día termina el tiempo de gracia para algunos. Cada hora, algunos pasan más allá del alcance de la misericordia.

¿Y dónde están las voces de amonestación y súplica que induzcan a los pecadores a huir de esta pavorosa condenación?

¿Dónde están las manos extendidas para sacar a los pecadores de la muerte?

¿Dónde están los que con humildad y perseverante fe ruegan a Dios por ellos?

El espíritu de Abraham fue el espíritu de Cristo. El mismo Hijo de Dios es el gran intercesor en favor del pecador. El que pagó el precio de su redención conoce el valor del alma humana.

Sintiendo hacia la iniquidad un antagonismo que solo puede existir en una naturaleza pura e inmaculada, Cristo manifestó hacia el pecador un amor que únicamente la bondad infinita pudo concebir.

En la agonía de la crucifixión, él mismo, cargado con el espantoso peso de los pecados del mundo, oró por sus vilipendiadores y asesinos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” (Lucas 23:34)

De Abraham está escrito que “fue llamado amigo de Dios”, “padre de todos los creyentes.” (Santiago 2:23; Romanos 4:11)

El testimonio de Dios acerca de este fiel patriarca es:

“Oyó Abraham mi voz, y guardó mi precepto, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”.

Y en otro lugar dice:

“Yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él.” (Génesis 26:5; 18:19)

Fue un gran honor para Abraham ser el padre del pueblo que durante siglos había sido guardián y preservador de la verdad de Dios para el mundo, de aquel pueblo por medio del cual todas las naciones de la tierra iban a ser bendecidas con el advenimiento del Mesías prometido.

El que llamó al patriarca lo consideró digno. Es Dios el que habla. El que entiende los pensamientos desde antes y desde muy lejos y justiprecia a los hombres, dice:

“Lo he conocido.”

En lo que tocaba a Abraham, no traicionaría la verdad por motivos egoístas. Guardaría la ley y se conduciría recta y justamente. Y no solo temería al Señor, sino que también cultivaría la religión en su hogar. Instruiría a su familia en la justicia. La ley de Dios sería la norma de su hogar.

La familia de Abraham comprendía más de mil almas. Los que por sus enseñanzas eran inducidos a adorar al Dios único encontraban un hogar en su campamento; y allí, como en una escuela, recibían una instrucción que los preparaba para ser representantes de la verdadera fe.

Así que pesaba sobre Abraham una gran responsabilidad. Educaba a los padres de familia, y sus métodos de gobierno eran puestos en práctica en las casas que ellos presidían.

En la antigüedad el padre era el jefe y el sacerdote de su propia familia, y ejercía autoridad sobre sus hijos, aun después de que estos tenían sus propias familias. Sus descendientes aprendían a considerarlo como su jefe, tanto en los asuntos religiosos como en los seculares.

Abraham trató de perpetuar este sistema patriarcal de gobierno, pues tendía a conservar el conocimiento de Dios. Era necesario vincular a los miembros de la familia, para construir una barrera contra la idolatría tan generalizada y arraigada en aquel entonces.

Abraham trataba por todos los medios a su alcance de evitar que los habitantes de su campamento se mezclaran con los paganos y presenciaran sus prácticas idólatras; pues sabía muy bien que la familiaridad con el mal iría corrompiendo insensiblemente los sanos principios.

Ponía el mayor cuidado en excluir toda forma de religión falsa y en hacer comprender a los suyos la majestad y gloria del Dios viviente como único objeto del culto.

Fue un sabio arreglo, dispuesto por Dios mismo, el aislar a su pueblo, en lo posible, de toda relación con los paganos, para hacer de él un pueblo separado, que no se contase entre las naciones.

Él había separado a Abraham de sus parientes idólatras, para que el patriarca pudiera capacitar y educar a su familia alejada de las influencias seductoras que la hubieran rodeado en Mesopotamia, y para que la verdadera fe fuera conservada en su pureza por sus descendientes, de generación en generación.

El amor de Abraham hacia sus hijos y su casa lo movió a resguardar su fe religiosa, y a inculcarles el conocimiento de los estatutos divinos, como el legado más precioso que pudiera dejarles a ellos y por su medio al mundo.

A todos les enseñó que estaban bajo el gobierno del Dios del cielo. No debía haber opresión de parte de los padres, ni desobediencia de parte de los hijos. La ley de Dios había designado a cada uno sus obligaciones, y solo mediante la obediencia a dicha ley se podía obtener la felicidad y la prosperidad.

Su propio ejemplo, la silenciosa influencia de su vida cotidiana, era una constante lección. La integridad inalterable, la benevolencia y la desinteresada cortesía, que le habían granjeado la admiración de los reyes, se manifestaban en el hogar.

Había en esa vida una fragancia, una nobleza y una dulzura de carácter que revelaban a todos que Abraham estaba en relación con el cielo. No descuidaba siquiera al más humilde de sus siervos.

En su casa no había una ley para el amo, y otra para el siervo; no había un camino real para el rico, y otro para el pobre. Todos eran tratados con justicia y compasión, como coherederos de la gracia de la vida.

Él “mandará a su casa después de sí.” En Abraham no se vería negligencia pecaminosa en lo referente a restringir las malas inclinaciones de sus hijos, ni tampoco habría favoritismo imprudente, indulgencia o debilidad; no sacrificaría su convicción del deber ante las pretensiones de un amor mal entendido.

Abraham no solo daría la instrucción apropiada, sino que mantendría la autoridad de las leyes justas y rectas.

¡Cuán pocos son los que siguen este ejemplo en la actualidad!

Muchos padres manifiestan un sentimentalismo ciego y egoísta, un mal llamado amor, que deja a los niños gobernarse por su propia voluntad cuando su juicio no se ha formado aún y los dominan pasiones indisciplinadas.

Esto es ser cruel hacia la juventud, y cometer un gran mal contra el mundo. La indulgencia de los padres provoca muchos desórdenes en las familias y en la sociedad. Confirma en los jóvenes el deseo de seguir sus inclinaciones, en lugar de someterse a los requerimientos divinos. Así crecen con aversión a cumplir la voluntad de Dios, y transmiten su espíritu irreligioso e insubordinado a sus hijos y a sus nietos.

Así como Abraham, los padres deberían “mandar a su casa después de sí.” Enséñese a los niños a obedecer a la autoridad de sus padres, e impóngase esta obediencia como primer paso en la obediencia a la autoridad de Dios.

El poco aprecio en que aun los dirigentes religiosos tienen la ley de Dios ha producido muchos males.

La enseñanza tan generalizada de que los estatutos divinos ya no están en vigencia es, en sus efectos morales sobre las personas, semejante a la idolatría.

Aquellos que procuran disminuir los requerimientos de la santa ley de Dios están socavando directamente el fundamento del gobierno de familias y naciones.

Los padres religiosos que no andan en los estatutos de Dios, no mandan a su familia que siga el camino del Señor. No hacen de la ley de Dios la norma de la vida. Los hijos, al fundar sus propios hogares, no se sienten obligados a enseñar a sus propios hijos lo que nunca se les enseñó a ellos. Y este es el motivo por lo cual hay tantas familias impías; esta es la razón por la que la depravación se ha arraigado y extendido tanto.

Mientras que los mismos padres no anden conforme a la ley del Señor con corazón perfecto, no estarán preparados para “mandar a sus hijos después de sí.”

Es preciso hacer en este respecto una reforma amplia y profunda. Los padres deben reformarse. Los ministros necesitan reformarse; necesitan a Dios en sus hogares.

Si quieren ver un estado de cosas diferente, han de dar la Palabra de Dios a sus familias, y tienen que hacerla su consejera. Deben enseñar a sus hijos que esta es la voz de Dios a ellos dirigida y que deben obedecerle implícitamente. Deben instruir con paciencia a sus hijos; bondadosa e incesantemente deben enseñarles a vivir para agradar a Dios.

Los hijos de tales familias estarán preparados para hacer frente a los sofismas de la incredulidad. Aceptaron la Biblia como base de su fe, y por consiguiente, tienen un fundamento que no puede ser barrido por la ola de escepticismo que se avecina.

En muchos hogares, se descuida la oración. Los padres creen que no disponen de tiempo para el culto matutino o vespertino. No pueden invertir unos momentos en dar gracias a Dios por sus abundantes misericordias, por el bendito sol y las lluvias que hacen florecer la vegetación, y por el cuidado de los santos ángeles.

No tienen tiempo para orar y pedir la ayuda y la dirección divinas, y la permanente presencia de Jesús en el hogar. Salen a trabajar como va el buey o el caballo, sin dedicar un solo pensamiento a Dios o al cielo. Poseen almas tan preciosas que para que no sucumbieran en la perdición eterna, el Hijo de Dios dio su vida por su rescate; sin embargo, tienen muy poco aprecio por las grandes bondades del Señor.

Al igual que los patriarcas de la antigüedad, los que profesan amar a Dios deben levantar un altar al Señor en todo lugar que se establezcan. Si alguna vez hubo un tiempo cuando todo hogar ha de ser una casa de oración, es ahora.

Los padres y las madres tienen que elevar sus corazones a menudo hacia Dios para suplicar humildemente por ellos mismos y por sus hijos.

Que el padre, como sacerdote de la familia, ponga sobre el altar de Dios el sacrificio de la mañana y de la noche, mientras la esposa y los niños se le unen en oración y alabanza. Jesús se complace en morar en un hogar tal.

De todo hogar cristiano debería irradiar una santa luz. El amor debe expresarse con hechos. Ha de manifestarse en todas las relaciones del hogar y revelarse en una amabilidad atenta, en una suave y desinteresada cortesía.

Hay hogares donde se pone en práctica este principio, hogares donde se adora a Dios, y donde reina el amor verdadero. De estos hogares, de mañana y de noche, la oración asciende hacia Dios como un dulce incienso, y las misericordias y las bendiciones de Dios descienden sobre los suplicantes como el rocío de la mañana.

Un hogar piadoso bien dirigido constituye un argumento poderoso en favor de la religión cristiana, un argumento que el incrédulo no puede negar.

Todos pueden ver que una influencia trabaja en la familia y afecta a los hijos, y que el Dios de Abraham está con ellos.

Si los hogares de los profesos cristianos tuviesen el debido molde religioso, ejercerían una gran influencia en favor del bien. Serían, ciertamente, “la luz del mundo.”

El Dios del cielo habla a todo padre fiel por medio de las palabras dirigidas a Abraham:

“Yo sé que mandará a sus hijos, y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová haciendo justicia, y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él.”