Jacob y Esaú

Basado en Génesis 25:19 y 27.

Jacob y Esaú, los hijos gemelos de Isaac, presentan un contraste sorprendente tanto en su vida como en su carácter.

Esta desigualdad fue predicha por el ángel de Dios antes de que nacieran. Cuando él contestó la oración de Rebeca, le anunció que tendría dos hijos y le reveló su historia futura, diciéndole que cada uno sería jefe de una nación poderosa, pero que uno de ellos sería más grande que el otro, y que el menor tendría la preeminencia.

“Y salió el primero, rojizo y todo velludo como una túnica de pieles, y llamaron su nombre Esaú.

Después salió su hermano, con su mano asida al talón de Esaú, y llamaron su nombre Jacob. Isaac tenía 60 años de edad cuando ella dio a luz.” (Génesis 25:25-26)

Rebeca da a luz

Esaú se crió deleitándose en la complacencia propia y concentrando todo su interés en lo presente. Contrario a toda restricción, se deleitaba en la libertad montaraz de la caza, y desde joven eligió la vida de cazador. Sin embargo, era el hijo favorito de su padre. El pastor tranquilo y pacífico se sintió atraído por la osadía y la fuerza de su hijo mayor, que corría sin temor por montes y desiertos, y volvía con caza para su padre y con relatos palpitantes de su vida aventurera.

Jacob, reflexivo, aplicado y cuidadoso, pensando siempre más en el porvenir que en el presente, se conformaba con vivir en casa, ocupado en cuidar los rebaños y en labrar la tierra. Su perseverancia paciente, su economía y su previsión eran apreciadas por su madre. Sus afectos eran profundos y fuertes, y sus gentiles e infatigables atenciones contribuían mucho más a su felicidad que la amabilidad bulliciosa y ocasional de Esaú. Para Rebeca, Jacob era el hijo predilecto.

hijos predilectos

La primogenitura

Las promesas hechas a Abraham y confirmadas a su hijo eran miradas por Isaac y Rebeca como la meta suprema de sus deseos y esperanzas. Esaú y Jacob conocían estas promesas. Se les había enseñado a considerar la primogenitura como asunto de gran importancia, porque no solo abarcaba la herencia de las riquezas terrenales, sino también la preeminencia espiritual.

El que la recibía debía ser el sacerdote de la familia; y de su linaje descendería el Redentor del mundo. En cambio, también pesaban responsabilidades sobre el poseedor de la primogenitura. El que heredaba sus bendiciones debía dedicar su vida al servicio de Dios. Como Abraham, debía obedecer los requerimientos divinos. En el matrimonio, en las relaciones de familia y en la vida pública, debía consultar la voluntad de Dios.

Isaac presentó a sus hijos estos privilegios y condiciones, y les indicó claramente que Esaú, por ser el mayor, tenía derecho a la primogenitura.

Pero Esaú no amaba la devoción, ni tenía inclinación hacia la vida religiosa. Las exigencias espirituales que acompañaban a la primogenitura eran para él una restricción desagradable y hasta odiosa. La ley de Dios, condición del pacto divino con Abraham, era considerada por Esaú como un yugo servil. Inclinado a la complacencia propia, nada deseaba tanto como la libertad para hacer su gusto. Para él, el poder y la riqueza, los festines y el alboroto, constituían la felicidad. Se jactaba de la libertad ilimitada de su vida indómita y errante.

Rebeca recordaba las palabras del ángel, y, con percepción más clara que la de su esposo, comprendía el carácter de sus hijos. Estaba convencida de que Jacob estaba destinado a heredar la promesa divina. Repitió a Isaac las palabras del ángel; pero los afectos del padre se concentraban en su hijo mayor, y se mantuvo firme en su propósito.

Jacob había oído a su madre referirse a la indicación divina de que él recibiría la primogenitura, y desde entonces tuvo un deseo indecible de alcanzar los privilegios que esta confería. No era la riqueza del padre lo que ansiaba; el objeto de sus anhelos era la primogenitura espiritual.

Tener comunión con Dios, como el justo Abraham, ofrecer el sacrificio expiatorio por su familia, ser el progenitor del pueblo escogido y del Mesías prometido, y heredar las posesiones inmortales que estaban contenidas en las bendiciones del pacto: estos eran los honores y prerrogativas que encendían sus deseos más ardientes.

Sus pensamientos se dirigían constantemente hacia el porvenir, y trataba de comprender sus bendiciones invisibles.

Con anhelo secreto escuchaba todo lo que su padre decía acerca de la primogenitura espiritual; retenía cuidadosamente lo que oía de su madre. Día y noche este asunto ocupaba sus pensamientos, hasta que se convirtió en el interés absorbente de su vida.

Pero aunque daba más valor a las bendiciones eternas que a las temporales, Jacob no tenía todavía un conocimiento experimental del Dios a quien adoraba. Su corazón no había sido renovado por la gracia divina. Creía que la promesa respecto a él mismo no se podría cumplir mientras Esaú poseyera la primogenitura; y constantemente estudiaba los medios de obtener la bendición que su hermano consideraba de poca importancia y que para él era tan preciosa.

Esaú pierde la primogenitura

Cuando Esaú, al volver un día de la caza, cansado y desfallecido, le pidió a Jacob la comida que estaba preparando, este último, en quien predominaba siempre el mismo pensamiento, aprovechó la oportunidad y ofreció saciar el hambre de su hermano a cambio de la primogenitura.

Plato de lentejas

“Me estoy muriendo, ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” (Génesis 25:32)

Y por un plato de lentejas se deshizo de su primogenitura, y confirmó la transacción mediante un juramento.

Unos instantes después, a lo sumo, Esaú hubiera conseguido alimento en las tiendas de su padre; pero para satisfacer el deseo del momento, despreció insensatamente la gloriosa herencia que Dios mismo había prometido a sus padres.

Todo su interés se concentraba en el momento presente. Estaba dispuesto a sacrificar lo celestial por lo terreno, a cambiar un bien futuro por un placer momentáneo.

por un plato de lentejas

“Así menospreció Esaú la primogenitura”.

Al deshacerse de ella, tuvo un sentimiento de alivio. Ahora su camino estaba libre; podría hacer lo que se le antojara.

¡Cuántos aun hoy día, por este insensato placer, incorrectamente llamado libertad, venden su derecho a una herencia pura, inmaculada y eterna en el cielo!

Sometido siempre a los estímulos exteriores y terrenales, Esaú se casó con dos mujeres de las hijas de Het, que adoraban dioses falsos, y su idolatría causaba amarga pena a Isaac y Rebeca. Esaú había violado una de las condiciones del pacto, que prohibía el matrimonio entre el pueblo escogido y los paganos; pero Isaac no vacilaba en su determinación de conferirle la primogenitura.

Las razones de Rebeca, el vehemente deseo de Jacob de recibir la bendición, la indiferencia de Esaú hacia sus obligaciones, no consiguieron cambiar la resolución del padre.

El engaño de Rebeca y de Jacob

Pasaron los años, hasta que Isaac, anciano y ciego, y esperando morir pronto, decidió no demorar más en dar la bendición a su hijo mayor. Pero conociendo la resistencia de Rebeca y de Jacob, decidió realizar secretamente la solemne ceremonia.

En conformidad con la costumbre de hacer un festín en tales ocasiones, el patriarca mandó a Esaú:

“Sal al campo a cazarme algo. Hazme un guisado [...] para que yo te bendiga antes que muera”. (Génesis 27:3, 4)

esaú a cazar

Rebeca adivinó su propósito. Estaba convencida de que era contrario a lo que Dios le había revelado como su voluntad.

Isaac estaba en peligro de desagradar al Señor y de excluir a su hijo menor de la posición a la cual Dios le había llamado. En vano había tratado de razonar con Isaac, por lo que decidió recurrir a un ardid.

Apenas Esaú se puso en camino para cumplir su encargo, empezó Rebeca a realizar su intención. Refirió a Jacob lo que había sucedido, y lo apremió con la necesidad de actuar en seguida, para impedir que la bendición se diera definitiva e irrevocablemente a Esaú. Le aseguró que si obedecía sus instrucciones obtendría la bendición, como Dios lo había prometido.

“Ahora pues, hijo mío, obedéceme en lo que te mando: Ve al rebaño y tráeme de allí dos buenos cabritos; y yo haré con ellos un potaje para tu padre, como a él le gusta. Tú se lo llevarás a tu padre; y comerá, para que te bendiga antes de su muerte.

Jacob dijo a Rebeca su madre: -He aquí que Esaú mi hermano es hombre velludo, y yo soy lampiño. Quizás me palpe mi padre y me tenga por farsante, y traiga sobre mí una maldición en vez de una bendición.

Su madre le respondió: -Hijo mío, sobre mí recaiga tu maldición. Tú solamente obedéceme; ve y tráemelos. Entonces él fue, tomó los cabritos y se los trajo a su madre. Y ella hizo un potaje como le gustaba a su padre.

Luego Rebeca tomó la ropa más preciada de Esaú, su hijo mayor, que ella tenía en casa, y vistió a Jacob, su hijo menor. Y puso las pieles de los cabritos sobre las manos y sobre el cuello, donde no tenía vello.” (Génesis 27:8-16)

Jacob no consintió en seguida en apoyar el plan que ella propuso. La idea de engañar a su padre le causaba mucha aflicción. Le parecía que tal pecado le traería maldición en lugar de bendición. Pero sus escrúpulos fueron vencidos y procedió a hacer lo que le sugería su madre.

No era su intención pronunciar una mentira directa, pero cuando estuvo ante su padre, le pareció que había ido demasiado lejos para poder retroceder, y valiéndose de un engaño obtuvo la codiciada bendición.

“Jacob se acercó a su padre Isaac, quien le palpó y dijo: -La voz es la voz de Jacob, pero las manos son las manos de Esaú. No lo pudo reconocer, porque sus manos parecían tan velludas como las manos de su hermano Esaú, y lo bendijo.” (Génesis 27:22-23)

bendicion de isaac

Jacob y Rebeca triunfaron en su propósito, pero por su engaño no se granjearon más que tristeza y aflicción.

Dios había declarado que Jacob debía recibir la primogenitura y si hubieran esperado con confianza hasta que Dios obrara en su favor, la promesa se habría cumplido a su debido tiempo.

Pero, como muchos que hoy profesan ser hijos de Dios, no quisieron dejar el asunto en las manos del Señor.

Rebeca se arrepintió amargamente del mal consejo que había dado a su hijo; pues fue la causa de que quedara separada de él y nunca más volviera a ver su rostro. Desde la hora en que recibió la primogenitura, Jacob se sintió agobiado por la condenación propia.

Había pecado contra su padre, contra su hermano, contra su propia alma, y contra Dios. En solamente una hora se había acarreado una larga vida de arrepentimiento.

Esta escena estuvo siempre presente ante él en sus años postrimeros, cuando la mala conducta de sus propios hijos oprimía su alma.

Tan pronto dejó Jacob la tienda de su padre, entró Esaú.

Aunque había vendido su primogenitura y confirmado el cambio con un solemne juramento, ahora estaba decidido a conseguir sus bendiciones, a pesar de las protestas de su hermano.

Con la primogenitura espiritual estaba unida la temporal, que le daría el gobierno de la familia y una porción doble de las riquezas de su padre. Estas eran bendiciones que él podía avalorar.

“Levántate ahora, siéntate y come de mi caza, para que me bendigas”.

Temblando de asombro y tristeza, el anciano padre se dio cuenta del engaño cometido contra él. Habían sido frustradas las caras esperanzas que había albergado durante tanto tiempo, y sintió en el alma el desengaño que había de herir a su hijo mayor.

Sin embargo, se le ocurrió como un relámpago la convicción de que era la providencia de Dios la que había vencido su intención, y había realizado aquello que él había resuelto impedir. Se acordó de las palabras que el ángel había dicho a Rebeca, y no obstante el pecado del cual Jacob ahora era culpable, vio en él al hijo más capaz para cumplir los propósitos de Dios.

Cuando las palabras de la bendición estaban en sus labios, había sentido sobre sí mismo el Espíritu de la inspiración; y ahora, conociendo todas las circunstancias, ratificó la bendición que sin saberlo había pronunciado sobre Jacob:

“Yo le bendije, y será bendito”.

Esaú había menospreciado la bendición mientras parecía estar a su alcance, pero ahora que se le había escapado para siempre, deseó poseerla. Se despertó toda la fuerza de su naturaleza impetuosa y apasionada, y su dolor e ira fueron terribles.

Gritó con intensa amargura:

“Bendíceme también a mí, padre mío”. “¿No has guardado bendición para mí?”

Pero la promesa dada no se había de revocar. No podía recobrar la primogenitura que había despreciado de forma tan insensata.

Profanos

“Por una vianda”, con que satisfizo momentáneamente el apetito que nunca había reprimido, vendió Esaú su herencia; y cuando comprendió su locura, ya era tarde para recobrar la bendición.

“No tuvo oportunidad para el arrepentimiento, aunque la procuró con lágrimas”. (Hebreos 12:16, 17)

Esaú no quedaba privado del derecho de buscar la gracia de Dios mediante el arrepentimiento; pero no podía encontrar medios para recobrar la primogenitura.

Su dolor no provenía por estar convencido de haber pecado; no deseaba reconciliarse con Dios. Se entristecía por los resultados de su pecado, no por el pecado mismo.

A causa de su indiferencia hacia las bendiciones y requerimientos divinos, la Escritura llama a Esaú “profano”.

Representa a aquellos que menosprecian la redención comprada para ellos por Cristo, y que están dispuestos a sacrificar su herencia celestial a cambio de las cosas perecederas de la tierra.

Multitudes viven en el momento presente, sin preocuparse del futuro. Como Esaú exclaman:

“Comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. (1 Corintios 15:32)

Son dominados por sus inclinaciones; y en vez de practicar la abnegación, pasan por alto las consideraciones de más valor.

Si se trata de renunciar a una de las dos cosas, la satisfacción de un apetito depravado o las bendiciones celestiales prometidas solamente a los que practican la abnegación de sí mismos y temen a Dios, prevalecen las exigencias del apetito, y Dios y el cielo son tenidos en poco.

¡Cuántos, aun entre los que profesan ser cristianos, se aferran a goces perjudiciales para la salud que entorpecen la sensibilidad del alma!

Cuando se les presenta el deber de limpiarse de toda inmundicia del espíritu y de la carne, perfeccionando la santidad en el temor de Dios, se ofenden.

Ven que no pueden retener esos placeres perjudiciales, y al mismo tiempo alcanzar el cielo, y como la senda que lleva a la vida eterna les resulta tan estrecha, deciden a no seguir en ella.

Millares de personas están vendiendo su primogenitura para satisfacer deseos sensuales. Sacrifican la salud, debilitan las facultades mentales, y pierden el cielo; y todo esto por un placer meramente temporal, por un deleite que debilita y degrada.

Así como Esaú despertó para ver la locura de su cambio precipitado cuando era tarde para recobrar lo perdido, así les ocurrirá en el día de Dios a los que han cambiado su herencia celestial por la satisfacción de placeres egoístas.

Huida y destierro de Jacob

Basado en Génesis 28 y 31.

Amenazado de muerte por la ira de Esaú, Jacob salió fugitivo de la casa de su padre; pero llevó consigo la bendición paterna. Isaac le había renovado la promesa del pacto y como heredero de ella, le había mandado que tomase esposa de entre la familia de su madre en Mesopotamia.

Sin embargo, Jacob emprendió su solitario viaje con un corazón profundamente acongojado. Con nada más que su báculo en la mano, debía viajar durante varios días por una región habitada por tribus indómitas y errantes.

Dominado por su remordimiento y timidez, trató de evitar a los hombres, para no ser hallado por su airado hermano. Temía haber perdido para siempre la bendición que Dios había tratado de darle, y Satanás estaba listo para atormentarlo con sus tentaciones.

La noche del segundo día lo encontró lejos de las tiendas de su padre. Se sentía desechado, y sabía que toda esta tribulación había venido sobre él por su proceder erróneo. Las tinieblas de la desesperación oprimían su alma, y apenas se atrevía a orar.

Sin embargo, estaba tan completamente solo que sentía como nunca antes la necesidad de la protección de Dios. Llorando y con profunda humildad, confesó su pecado, y pidió que se le diera alguna evidencia de que no estaba completamente abandonado.

Su corazón agobiado no encontraba alivio. Había perdido toda confianza en sí mismo, y temía haber sido desechado por el Dios de sus padres.

Pero Dios no abandonó a Jacob. Su misericordia alcanzaba todavía a su errante y desconfiado siervo. Compasivamente el Señor reveló a Jacob precisamente lo que necesitaba: un Salvador.

Había pecado; pero su corazón se llenó de gratitud cuando vio revelado un camino por el cual podría ser restituido a la gracia de Dios.

Cansado de su viaje, el peregrino se acostó en el suelo, con una piedra por cabecera.

Mientras dormía, vio una escalera, clara y reluciente, “que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo”. (Génesis 28)

escalera al cielo

Por esta escalera subían y bajaban ángeles. En lo alto de ella estaba el Señor de la gloria, y su voz se oyó desde los cielos:

“Yo soy Jehová, el Dios de Abraham tu padre, y el Dios de Isaac”.

La tierra en que estaba acostado como desterrado y fugitivo le fue prometida a él y a su descendencia, al asegurársele:

“Todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente”.

Esta promesa había sido dada a Abraham y a Isaac, y ahora fue repetida a Jacob.

Luego, en atención especial a su actual soledad y tribulación, fueron pronunciadas las palabras de consuelo y estímulo:

“Yo estoy contigo, te guardaré dondequiera que vayas y volveré a traerte a esta tierra, porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho”. (Génesis 28:15)

El Señor conocía las malas influencias que rodearían a Jacob y los peligros a que estaría expuesto.

En su misericordia abrió el futuro ante el fugitivo arrepentido, para que comprendiese la intención divina a su respecto, y a fin de que estuviese preparado para resistir las tentaciones que necesariamente enfrentaría, cuando se encontrara solo entre idólatras e intrigantes.

Tendría entonces siempre presente la alta norma a la que debía aspirar, y el saber que por su medio se cumpliría el propósito de Dios lo incitaría constantemente a la fidelidad.

En esta visión el plan de la redención le fue revelado a Jacob, no del todo, sino hasta donde le era esencial en aquel momento.

La escalera mística que se le mostró en su sueño, fue la misma a la cual se refirió Cristo en su conversación con Natanael.

Dijo el Señor:

“Desde ahora veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del hombre”. (Juan 1:51)

Hasta el tiempo de la rebelión del hombre contra el gobierno divino, había existido libre comunión entre Dios y el hombre. Pero el pecado de Adán y Eva separó la tierra del cielo, de manera que el hombre no podía ya comunicarse con su Hacedor.

Sin embargo, no se dejó al mundo en solitaria desesperación. La escalera representa a Jesús, el medio señalado para comunicarnos con el cielo. Si no hubiera salvado por sus méritos el abismo producido por el pecado, los ángeles ministradores no habrían podido tratar con el hombre caído.

Cristo une el hombre débil y desamparado con la fuente del poder infinito.

Todo esto se le reveló a Jacob en su sueño. Aunque su mente comprendió en seguida una parte de la revelación, sus grandes y misteriosas verdades fueron el estudio de toda su vida, y las fue comprendiendo cada vez mejor.

Jacob se despertó de su sueño en el profundo silencio de la noche. Las relucientes figuras de su visión se habían desvanecido. Sus ojos no veían ahora más que los contornos oscuros de las colinas solitarias y sobre ellas el cielo estrellado. Pero experimentaba un solemne sentimiento de que Dios estaba con él. Una presencia invisible llenaba la soledad.

“Ciertamente Jehová está en este lugar -dijo-, y yo no lo sabía. [.....] No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo”.

“Se levantó Jacob de mañana, y tomando la piedra que había puesto de cabecera, la alzó por señal y derramó aceite encima de ella”.

Siguiendo la costumbre de conmemorar los acontecimientos de importancia, Jacob levantó un monumento a la misericordia de Dios, para que siempre que pasara por aquel camino, pudiera detenerse en ese lugar sagrado para adorar al Señor. Y llamó aquel lugar Bet-el; o sea, “casa de Dios”.

Con profunda gratitud repitió la promesa que le aseguraba que la presencia de Dios estaría con él; y luego hizo el solemne voto:

“Si va Dios conmigo y me guarda en este viaje en que estoy, si me da pan para comer y vestido para vestir y si vuelvo en paz a casa de mi padre, Jehová será mi Dios. Y esta piedra que he puesto por señal será casa de Dios; y de todo lo que me des, el diezmo apartaré para ti”. (Génesis 28:20-22)

Jacob no estaba tratando de ponerle condiciones a Dios. El Señor ya le había prometido prosperidad, y este voto era la expresión de un corazón lleno de gratitud por la seguridad del amor y la misericordia de Dios.

Jacob comprendía que Dios tenía sobre él derechos que estaba en el deber de reconocer, y que las señales especiales de la gracia divina que se le habían concedido, le exigían reciprocidad.

Cada bendición que se nos concede demanda una respuesta hacia el Autor de todos los dones de la gracia. El cristiano ha de repasar muchas veces su vida pasada, y recordar con gratitud las preciosas obras que Dios ha realizado en su favor, sosteniéndole en la tentación, abriéndole caminos cuando todo parecía tinieblas y obstáculos, y dándole nuevas fuerzas cuando estaba por desmayar.

Debe reconocer todo esto como pruebas de la protección de los ángeles celestiales. En vista de estas innumerables bendiciones debe preguntarse muchas veces con corazón humilde y agradecido:

“¿Qué pagaré a Jehová por todos sus beneficios para conmigo?” (Salmos 116:12)

Nuestro tiempo, nuestros talentos y nuestros bienes tienen que dedicarse en forma sagrada al que nos confió estas bendiciones.

Cada vez que se realiza en nuestro favor una liberación especial, o recibimos nuevos e inesperados favores, debemos reconocer la bondad de Dios, expresando nuestra gratitud no solo en palabras, sino, como Jacob, mediante ofrendas y dones para su causa.

Así como recibimos constantemente las bendiciones de Dios, también hemos de dar sin cesar.

“Y de todo lo que me des el diezmo apartaré para ti”.

Nosotros que gozamos de la clara luz y de los privilegios del evangelio, ¿nos contentaremos con darle a Dios menos de lo que daban aquellos que vivieron en la dispensación anterior menos favorecida que la nuestra?

De ninguna manera. A medida que aumentan las bendiciones de que gozamos, ¿no aumentan nuestras obligaciones, en forma correspondiente?

Pero ¡cuán en poco las tenemos! ¡Cuán imposible es el esfuerzo de medir con reglas matemáticas lo que le debemos en tiempo, dinero y afecto, en respuesta a un amor tan inconmensurable y a una dádiva de valor tan inconcebible!

¡Los diezmos para Cristo! ¡Oh, mezquina limosna, pobre recompensa para lo que ha costado tanto! Desde la cruz del Calvario, Cristo nos pide una consagración sin reservas.

Todo lo que tenemos y todo lo que somos, lo debemos dedicar a Dios.

Con nueva y duradera fe en las promesas divinas, y seguro de la presencia y la protección de los ángeles celestiales, prosiguió Jacob su jornada “a la tierra de los orientales”.

Pero ¡qué diferencia entre su llegada y la del mensajero de Abraham, casi cien años antes! El servidor había venido con un séquito montado en camellos, y con ricos regalos de oro y plata; Jacob llegaba solo, con los pies lastimados, sin más posesión que su cayado.

Como el siervo de Abraham, Jacob se detuvo cerca de un pozo, y allí conoció a Raquel, la hija menor de Labán. Ahora fue Jacob quien prestó sus servicios, quitando la piedra de la boca del pozo y dando de beber al ganado.

jacob conoce a raquel

Después de haber manifestado su parentesco, fue recibido en casa de Labán. Aunque llegó sin herencia ni acompañamiento, pocas semanas bastaron para mostrar el valor de su diligencia y capacidad, y se le exhortó a quedarse. Convinieron en que serviría a Labán siete años por la mano de Raquel.

Labán y Jacob

En los tiempos antiguos era costumbre que el novio, antes de confirmar el pacto matrimonial, pagara al padre de su novia, según las circunstancias, cierta suma de dinero o su valor en otros efectos. Esto se consideraba como garantía del matrimonio.

No les parecía seguro a los padres confiar la felicidad de sus hijas a hombres que no habían hecho provisión para mantener una familia. Si no eran bastante frugales y enérgicos para administrar sus negocios y adquirir ganado o tierras, se temía que su vida fuera inútil.

Pero se hacían arreglos para probar a los que no tenían con que pagar la dote de la esposa. Se les permitía trabajar para el padre cuya hija amaban, durante un tiempo, que variaba según la dote requerida.

Cuando el pretendiente era fiel en sus servicios, y se mostraba digno también en otros aspectos, recibía a la hija por esposa, y, generalmente, la dote que el padre había recibido se la daba a ella el día de la boda.

Pero tanto en el caso de Raquel como en el de Lea, el egoísta Labán se quedó con la dote que debía haberles dado a ellas; y a eso se refirieron cuando dijeron antes de marcharse de Mesopotamia:

“Nos vendió y hasta se ha comido del todo lo que recibió por nosotras”. (Génesis 31:15)

Esta antigua costumbre, aunque muchas veces se prestaba al abuso, como en el caso de Labán, producía buenos resultados.

Cuando se pedía al pretendiente que trabajara para conseguir a su esposa, se evitaba un casamiento precipitado, y se le permitía probar la profundidad de su amor y su capacidad para mantener a su familia.

En nuestro tiempo, resultan muchos males de una conducta diferente. Muchas veces ocurre que antes de casarse las personas tienen poca oportunidad de familiarizarse con sus mutuos temperamentos y costumbres; y en cuanto a la vida diaria, cuando unen sus intereses ante el altar, casi no se conocen.

Muchos descubren demasiado tarde que no se adaptan el uno al otro, y el resultado de su unión es una vida miserable.

Muchas veces sufren la esposa y los niños a causa de la indolencia, la incapacidad o las costumbres viciosas del marido y padre.

Si, como lo permitía la antigua costumbre, se hubiera probado el carácter del pretendiente antes del casamiento, habrían podido evitarse muchas desgracias.

Jacob trabajó fielmente siete años por Raquel, y los años durante los cuales sirvió, “le parecieron como pocos días, porque la amaba”. (Génesis 29:20)

Los resultados del pecado de Jacob

Pero el egoísta y codicioso Labán, deseoso de retener tan valioso ayudante, cometió un cruel engaño al sustituir a Lea en lugar de Raquel.

“Y sucedió que en la noche tomó a su hija Lea y se la trajo, y él se unió a ella. Y al llegar la mañana, ¡he aquí que era Lea!

Entonces él le dijo a Labán: ¿Por qué me has hecho esto? ¿No he trabajado para ti por Raquel? ¿Por qué, pues, me has engañado? Y Labán respondió: No se acostumbra en nuestro lugar dar la menor antes que la mayor.” (Génesis 29:23-26)

El hecho de que Lea misma había participado del engaño hizo sentir a Jacob que no la podía amar. Su indignado reproche fue contestado por Labán con el ofrecimiento de que trabajara por Raquel otros siete años.

Pero el padre insistió en que Lea no debía ser repudiada, puesto que esto deshonraría a la familia. De este modo se encontró Jacob en una situación sumamente penosa y difícil; por fin, decidió quedarse con Lea y casarse con Raquel.

Fue siempre a Raquel a quien más amó; pero su predilección por ella provocó envidia y celos, y su vida se vio amargada por la rivalidad entre las dos hermanas.

Veinte años permaneció Jacob en Mesopotamia, trabajando al servicio de Labán quien, despreciando los vínculos de parentesco, estaba ansioso de apropiarse de todas las ventajas.

Exigió catorce años de trabajo por sus dos hijas; y durante el resto del tiempo cambió diez veces el salario de Jacob. Con todo, el servicio de Jacob fue eficiente y fiel.

Las palabras que le dijo a Labán, en su última conversación con él, describen vivamente la vigilancia incansable con que había cuidado los intereses de su exigente amo:

“Estos veinte años he estado contigo; tus ovejas y tus cabras nunca abortaron, ni yo comí carnero de tus ovejas. Nunca te traje lo arrebatado por las fieras: yo pagaba el daño; lo hurtado, así de día como de noche, a mí me lo cobrabas. De día me consumía el calor y de noche la helada, y el sueño huía de mis ojos”. (Génesis 31:38-40)

Era preciso que el pastor vigilara sus ganados de día y de noche. Estaban expuestos al peligro de ladrones, y de numerosas fieras, que con frecuencia hacían estragos en el ganado que no era fielmente cuidado.

Jacob tenía muchos ayudantes para apacentar los numerosos rebaños de Labán; pero él mismo era responsable de todo. Durante una parte del año era preciso que él quedara personalmente a cargo del ganado, para evitar que en la estación seca los animales murieran de sed, y que en los meses de frío se helaran con las crudas escarchas nocturnas.

Jacob era el pastor jefe, y los pastores que estaban a su servicio, eran sus ayudantes. Si faltaba una oveja, el pastor principal sufría la pérdida, y los servidores a quienes estaba confiada la vigilancia del ganado tenían que darle cuenta minuciosa, si este no se encontraba en estado lozano.

La vida de aplicación y cuidado del pastor, y su tierna compasión hacia las criaturas desvalidas confiadas a su cuidado, han servido a los escritores inspirados para ilustrar algunas de las verdades más preciosas del evangelio.

Se compara a Cristo, en su relación con su pueblo, con un pastor.

Después de la caída del hombre vio a sus ovejas condenadas a perecer en las sendas tenebrosas del pecado. Para salvar a estas descarriadas, dejó los honores y la gloria de la casa de su Padre. Dice:

“Yo buscaré a la perdida y haré volver al redil a la descarriada, vendaré la perniquebrada y fortaleceré a la débil”.

“Yo salvaré a mis ovejas y nunca más serán objeto de rapiña”; “ni las fieras del país las devorarán”.

Se oye su voz que las llama a su redil:

“Y habrá un resguardo de sombra contra el calor del día, y un refugio y escondedero contra la tempestad y el aguacero”.

Su cuidado por el rebaño es incansable. Fortalece a las ovejas débiles, libra a las que padecen, reune los corderos en sus brazos, y los lleva en su seno. Sus ovejas lo aman.

“Pero al extraño no seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños”.

(Ezequiel 34:16, 22, 28; Isaías 4:6; Juan 10:5)

Cristo pastor

Cristo dice:

“El buen pastor su vida da por las ovejas. Pero el asalariado, que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas y huye, y el lobo arrebata las ovejas y las dispersa. Así que el asalariado huye porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y las mías me conocen”. (Juan 10:11-14)

Cristo, el pastor principal, ha confiado el rebaño a sus ministros como subpastores; y los manda a tener el mismo interés que él manifestó, y que sientan la misma santa responsabilidad por el cargo que les ha confiado.

Les ha mandado solemnemente ser fieles, apacentar el rebaño, fortalecer a los débiles, animar a los que desfallecen y protegerlos de los lobos rapaces.

Para salvar a sus ovejas, Cristo entregó su propia vida; y señala el amor que así demostró como ejemplo para sus pastores.

“Pero el asalariado, que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas”, no tiene verdadero interés por el rebaño. Trabaja solamente por la ganancia, y no cuida más que de sí mismo. Calcula su propia ventaja, en vez de atender los intereses de los que le han sido confiados; y en tiempos de peligro huye y abandona al rebaño.

El apóstol Pedro amonesta a los subpastores:

“Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey”.

Y Pablo dice:

“Por tanto, mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre, porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces que no perdonarán al rebaño”.

(1 Pedro 5:2, 3; Hechos 20:28, 29)

Todos los que consideran como un deber desagradable el cuidado y las obligaciones que recaen sobre el fiel pastor, son reprendidos así por el apóstol:

“No por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto”.

El jefe de los pastores despediría de buena gana a todos estos siervos infieles. La iglesia de Cristo ha sido comprada con su sangre, y todo pastor debe darse cuenta de que las ovejas que están bajo su vigilancia han costado un sacrificio infinito. Debe considerar a cada una de ellas como un ser de valor inestimable, y debe ser incansable en sus esfuerzos por mantenerlas en un estado sano y próspero.

El pastor lleno del Espíritu de Cristo imitará su ejemplo de abnegación, trabajando constantemente en favor de los que le fueran confiados, y el rebaño prosperará bajo su cuidado.

Todos tendrán que dar estricta cuenta de su ministerio. El Maestro preguntará a cada pastor:

“¿Dónde está el rebaño que te fue dado, tu hermosa grey?” (Jeremías 13:20)

El que sea hallado fiel recibirá un rico galardón.

“Y cuando apareciere el Príncipe de los pastores -dice el apóstol-, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria”. (1 Pedro 5:4)

Huída de Jacob

Cuando Jacob, cansado de servir a Labán, se propuso volver a Canaán, dijo a su suegro:

“Déjame ir a mi lugar, a mi tierra. Dame a mis mujeres y mis hijos, por las cuales he servido contigo, y déjame ir; pues tú sabes los servicios que te he prestado”.

Pero Labán lo instó para que se quedara, declarándole:

“He experimentado que Jehová me ha bendecido por tu causa”.

Veía que su hacienda aumentaba bajo la administración de su yerno. Entonces dijo Jacob:

“Poco tenías antes de mi venida, y ha crecido en gran número”.

Pero a medida que el tiempo pasaba, Labán comenzó a envidiar la mayor prosperidad de Jacob, quien prosperó mucho, “y tuvo muchas ovejas, siervas y siervos, y camellos y asnos”.

(Génesis 30:25-27, 30, 43)

Los hijos de Labán participaban de los celos de su padre, y sus palabras maliciosas llegaron a oídos de Jacob:

“Jacob ha tomado todo lo que era de nuestro padre, y de lo que era de nuestro padre ha adquirido toda esta riqueza. Miraba también Jacob el semblante de Labán, y veía que no era para con él como había sido antes”. (Véase Génesis 31)

Jacob habría dejado a su astuto pariente mucho antes, si no hubiera tenido el encuentro con Esaú. Ahora comprendió que estaba en peligro frente a los hijos de Labán, quienes, considerando suya la riqueza de Jacob, tratarían tal vez de obtenerla por la fuerza.

Se encontraba en gran perplejidad y aflicción, sin saber qué camino tomar. Pero recordando la bondadosa promesa de Bet-el, llevó su problema ante Dios y buscó su consejo. En un sueño se contestó a su oración:

“Vuélvete a la tierra de tus padres, a tu parentela; que yo estaré contigo”.

La ausencia de Labán le ofreció una oportunidad para marcharse.

Jacob reunió rápidamente sus rebaños y manadas, y los envió adelante. Luego atravesó el Éufrates con sus esposas y niños y siervos, a fin de apresurar su marcha hacia Galaad, en la frontera de Canaán.

Tres días después, Labán se enteró de su huida, y se puso en camino para perseguir la caravana, a la cual alcanzó el séptimo día de su viaje. Estaba lleno de ira y decidido a obligarlos a volver, lo que no dudaba que podría hacer, puesto que su compañía era más fuerte. Los fugitivos estaban realmente en gran peligro.

Si Labán no realizó su intención hostil, fue porque Dios mismo se interpuso en favor de su siervo.

“Poder hay en mi mano para haceros daño; pero el Dios de tu padre me habló anoche diciendo: “Cuídate de no hablarle a Jacob descomedidamente””, es decir, que no debía inducirlo a volver, ni por la fuerza ni mediante palabras lisonjeras.

Labán había retenido la dote de sus hijas, y siempre había tratado a Jacob astuta y duramente; pero con característico disimulo le reprochó ahora su partida secreta, sin haberle dado como padre siquiera la oportunidad de hacer una fiesta de despedida, ni de decir adiós a sus hijas y a sus nietos.

“Entonces Labán dijo a Jacob: ¿Qué has hecho? ¡Me has engañado al traer a mis hijas como cautivas de guerra! ¿Por qué has huido a escondidas, engañándome, sin avisarme? Yo te habría despedido con alegría y cantares, con tamborín y con arpa. Ni siquiera me has dado oportunidad de besar a mis hijos y a mis hijas. Ahora pues, has actuado locamente.” (Génesis 31:26-29)

En respuesta a esto, Jacob expuso lisa y llanamente la conducta egoísta y envidiosa de Labán, y lo declaró testigo de su propia fidelidad y rectitud.

“Si el Dios de mi padre, Dios de Abraham y Terror de Isaac, no estuviera conmigo, de cierto me enviarías ahora con las manos vacías; pero Dios ha visto mi aflicción y el trabajo de mis manos, te reprendió anoche”. (Génesis 31:42)

Labán no pudo negar los hechos mencionados, y propuso un pacto de paz. Jacob aceptó la propuesta, y en señal de amistad se construyó un monumento de piedras. A este lugar Labán lo llamó Mizpa, “majano del testimonio”, diciendo: “Vigile Jehová entre tú y yo cuando nos apartemos el uno del otro”. (Génesis 31:49)

“Mira este montón de piedras y esta señal que he erigido entre tú y yo. Testigo sea este montón de piedras y testigo sea esta señal, que ni yo pasaré de este montón de piedras para ir contra ti ni tú pasarás de este montón ni de esta señal para ir contra mí, para nada malo.

Que el Dios del padre de nuestros padres, el Dios de Abraham y el Dios de Nacor, juzgue entre nosotros. Jacob juró por aquel a quien temía Isaac, su padre”. (Génesis 31:51-53)

Para confirmar el pacto, celebraron un festín. Pasaron la noche en comunión amistosa; y al amanecer, Labán y sus compañeros se marcharon.

Después de esta separación se pierde la huella de toda relación entre los hijos de Abraham y los habitantes de Mesopotamia.

El tiempo de angustia de Jacob

“¡Oh, cuán grande será aquel día; tanto que no hay otro semejante a él! Será tiempo de angustia para Jacob, pero será librado de él.” (Jeremías 30:7)

Basado en Génesis 32:1 y 33.

Aunque Jacob había dejado a Padan-aram en obediencia a la instrucción divina, no volvió sin muchos temores por el mismo camino por donde había pasado como fugitivo veinte años antes.

Recordaba siempre el pecado que había cometido al engañar a su padre. Sabía que su largo destierro era el resultado directo de aquel pecado, y día y noche, mientras cavilaba en estas cosas, los reproches de su conciencia acusadora entristecían el viaje.

Cuando las colinas de su patria aparecieron ante él en la lejanía, el corazón del patriarca se sintió profundamente conmovido. Todo el pasado se presentó vivamente delante de él.

Al recordar su pecado pensó también en la gracia de Dios hacia él, y en las promesas de ayuda y dirección divinas.

A medida que se acercaba al fin de su viaje, el recuerdo de Esaú le traía muchos presentimientos aflictivos. Después de la huida de Jacob, Esaú se había considerado como único heredero de la hacienda de su padre. La noticia del retorno de Jacob podía despertar en él temor de que venía a reclamar su herencia.

Esaú podía ahora hacerle mucho daño a su hermano, si lo deseaba; y estaba tal vez dispuesto a usar la violencia contra él, no solo por el deseo de vengarse, sino también para asegurarse la posesión absoluta de la riqueza que había considerado tanto tiempo como suya.

Una vez más el Señor dio a Jacob otra señal del cuidado divino.

Mientras viajaba hacia el sur del monte de Galaad, le pareció que dos ejércitos de ángeles celestiales lo rodeaban por delante y por detrás, y que avanzaban con su caravana, como para protegerla.

Jacob se acordó de la visión que había tenido en Bet-el mucho tiempo atrás, y su oprimido corazón se alivió con esta prueba de que los mensajeros divinos, que al huir de Canaán le habían infundido esperanza y ánimo, lo custodiarían ahora que regresaba. Y dijo:

“Campamento de Dios es este, y llamó a aquel lugar Mahanaim”. (Génesis 32:2)

Sin embargo, Jacob creyó que debía hacer algo en favor de su propia seguridad. Mandó, pues, mensajeros a su hermano con un saludo conciliatorio. Los instruyó respecto a las palabras exactas con las cuales se habían de dirigir a Esaú.

Se había predicho ya antes del nacimiento de los dos hermanos, que el mayor serviría al menor, y para que el recuerdo de esto no fuera motivo de amargura, dijo Jacob a los siervos, que los mandaba a “mi señor Esaú”; y cuando fueran llevados ante él, debían referirse a su amo como “tu siervo Jacob”; y para quitar el temor de que volvía como indigente errante para reclamar la herencia de su padre, Jacob le mandó decir en su mensaje:

“Tengo vacas, y asnos, y ovejas, y siervos y siervas; y envío a decirlo a mi señor, por hallar gracia en tus ojos”.

Pero los siervos volvieron con la noticia de que Esaú se acercaba con cuatrocientos hombres, y que no había dado respuesta al mensaje amistoso. Parecía cierto que venía para vengarse. El terror se apoderó del campamento. No podía volverse y temía avanzar.

Sus acompañantes, desarmados y desamparados, no tenían la menor preparación para hacer frente a un encuentro hostil. Por eso los dividió en dos grupos, de modo que si uno es atacado, el otro tendrá la oportunidad de huir.

De su gran cantidad de ganado mandó regalos generosos a Esaú con un mensaje amistoso. Hizo todo lo que estaba de su parte para expiar el daño hecho a su hermano y evitar el peligro que lo amenazaba, y luego, con humildad y arrepentimiento, pidió así la protección divina:

“Jehová, que me dijiste: “Vuélvete a tu tierra y a tu parentela, y yo te haré bien”, ¡no merezco todas las misericordias y toda la verdad con que has tratado a tu siervo!; pues con mi cayado pasé este Jordán, y ahora he de atender a dos campamentos.

Líbrame ahora de manos de mi hermano, de manos de Esaú, porque le temo; no venga acaso y me hiera a la madre junto con los hijos”.

Había llegado ahora al río Jaboc, y cuando vino la noche Jacob mandó a su familia cruzar por el vado al otro lado del río, quedándose él solo atrás. Había decidido pasar la noche en oración y deseaba estar solo con Dios, quien podía apaciguar el corazón de Esaú. En Dios estaba la única esperanza del patriarca.

Era una región solitaria y montañosa, madriguera de fieras y escondite de salteadores y asesinos. Jacob solo e indefenso, se inclinó a tierra profundamente acongojado. Era medianoche. Todo lo que lo hacía apreciar la vida estaba lejos y expuesto al peligro y a la muerte.

Lo que más lo amargaba era el pensamiento de que su propio pecado había traído este peligro sobre los inocentes. Con vehementes exclamaciones y lágrimas oró delante de Dios.

De pronto sintió una mano fuerte sobre él. Creyó que un enemigo atentaba contra su vida, y trató de librarse de las manos de su agresor.

lucha de jacob

En las tinieblas los dos lucharon por predominar. No se pronunció una sola palabra, pero Jacob desplegó todas sus energías y ni un momento cejó en sus esfuerzos. Mientras así luchaba por su vida, el sentimiento de su culpa pesaba sobre su alma; sus pecados surgieron ante él, para alejarlo de Dios.

Pero en su terrible aflicción recordaba las promesas del Señor, y su corazón exhalaba súplicas de misericordia.

La lucha duró hasta poco antes del amanecer, cuando el desconocido tocó el muslo de Jacob, dejándolo incapacitado en el acto.

Entonces reconoció el patriarca el carácter de su adversario. Comprendió que había luchado con un mensajero celestial, y que por eso sus esfuerzos casi sobrehumanos no habían obtenido la victoria.

Era Cristo, “el Ángel del pacto”, el que se había revelado a Jacob.

El patriarca estaba imposibilitado y sufría el dolor más agudo, pero no aflojó su asidero. Completamente arrepentido y quebrantado, se aferró al Ángel y “lloró, y le rogó” (Oseas 12:4), pidiéndole la bendición.

Necesitaba tener la seguridad de que su pecado había sido perdonado. El dolor físico no bastaba para apartar su mente de este objetivo. Su decisión se fortaleció y su fe se intensificó en fervor y perseverancia hasta el fin.

El Ángel trató de librarse de él y le exhortó:

“Déjame, que raya el alba”; pero Jacob contestó: “No te dejaré, si no me bendices”.

Si esta hubiera sido una confianza jactanciosa y presumida, Jacob habría sido aniquilado en el acto; pero tenía la seguridad del que confiesa su propia indignidad, y sin embargo confía en la fidelidad del Dios que cumple su pacto.

Jacob “luchó con Dios y venció”. Por su humillación, su arrepentimiento y la entrega de sí mismo, este pecador y extraviado mortal prevaleció ante la Majestad del cielo.

Se había aferrado con mano temblorosa de las promesas de Dios, y el corazón del Amor infinito no pudo desoír los ruegos del pecador.

El error que había inducido a Jacob al pecado de alcanzar la primogenitura por medio de un engaño, ahora le fue claramente manifestado.

No había confiado en las promesas de Dios, sino que había tratado de hacer por su propio esfuerzo lo que Dios habría hecho a su tiempo y a su modo.

En prueba de que había sido perdonado, su nombre, que hasta entonces le había recordado su pecado, fue cambiado por otro que conmemoraba su victoria.

“Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido”.

Jacob alcanzó la bendición que su alma había anhelado. Su pecado como suplantador y engañador había sido perdonado. La crisis de su vida había pasado. La duda, la perplejidad y los remordimientos habían amargado su existencia; pero ahora todo había cambiado; y fue dulce la paz de la reconciliación con Dios.

Jacob ya no tenía miedo de encontrarse con su hermano. Dios, que había perdonado su pecado, podría también conmover el corazón de Esaú para que aceptara su humillación y arrepentimiento.

Mientras Jacob luchaba con el Ángel, otro mensajero celestial fue enviado a Esaú. En un sueño este vio a su hermano desterrado durante veinte años de la casa de su padre; presenció el dolor que sentiría al saber que su madre había muerto; lo vio rodeado de las huestes de Dios.

Esaú relató este sueño a sus soldados, con la orden de que no hicieran daño alguno a Jacob, porque el Dios de su padre estaba con él.

Por fin los dos grupos se acercaron uno al otro, el jefe del desierto al frente de sus guerreros, y Jacob con sus mujeres e hijos, acompañado de pastores y siervas, y seguido de una larga hilera de rebaños y manadas.

Apoyado en su cayado, el patriarca avanzó al encuentro de la tropa de soldados. Estaba pálido e imposibilitado por la reciente lucha, y caminaba lenta y penosamente, deteniéndose a cada paso; pero su cara estaba iluminada de alegría y paz.

Al ver a su hermano cojo y doliente, “Esaú corrió a su encuentro y, echándose sobre su cuello, lo abrazó y besó; los dos lloraron”. (Génesis 33:4)

embrace

Hasta los corazones de los rudos soldados de Esaú fueron conmovidos, cuando presenciaron esta escena. A pesar de que él les había relatado su sueño no podían explicarse el cambio que se había efectuado en su jefe. Aunque vieron la flaqueza del patriarca, nunca pensaron que esa debilidad se había convertido en su fuerza.

En la noche angustiosa pasada a orillas del Jaboc, cuando la muerte parecía inminente, Jacob había comprendido lo vano que es el auxilio humano, lo mal fundada que está toda confianza en el poder del hombre.

Vio que su única ayuda había de venir de Aquel contra quien había pecado tan gravemente. Desamparado e indigno, invocó la divina promesa de misericordia hacia el pecador arrepentido.

Aquella promesa era su garantía de que Dios lo perdonaría y aceptaría. Los cielos y la tierra habrían de perecer antes de que aquella palabra faltara, y esto fue lo que lo sostuvo durante aquella horrible lucha.

La experiencia de Jacob durante aquella noche de lucha y angustia representa la prueba que habrá de soportar el pueblo de Dios inmediatamente antes de la segunda venida de Cristo.

El profeta Jeremías, contemplando en santa visión nuestros días, dijo:

“Así ha dicho Jehová: '¡Hemos oído gritos de terror y espanto! ¡No hay paz! [...] y que se han puesto pálidos todos los rostros. ¡Ah, cuán grande es aquel día! Tanto, que no hay otro semejante a él. Es un tiempo de angustia para Jacob, pero de ella será librado'.” (Jeremías 30:5-7)

Cuando Cristo acabe su obra mediadora en favor de la humanidad, entonces empezará ese tiempo de aflicción.

Para ese momento la suerte de cada alma habrá sido decidida, y ya no habrá sangre expiatoria para limpiarnos del pecado.

Cuando Cristo deje su posición de intercesor ante Dios, se anunciará solemnemente:

“El que es injusto, sea injusto todavía; el que es impuro, sea impuro todavía; el que es justo, practique la justicia todavía, y el que es santo, santifíquese más todavía”. (Apocalipsis 22:11)

Entonces el Espíritu que reprime el mal se retirará de la tierra.

Como Jacob estuvo bajo la amenaza de muerte de su airado hermano, así también el pueblo de Dios estará en peligro de los impíos que tratarán de destruirlo.

Y como el patriarca luchó toda la noche pidiendo ser librado de la mano de Esaú, así clamarán los justos a Dios día y noche que los libre de los enemigos que los rodean.

Satanás había acusado a Jacob ante los ángeles de Dios, reclamando el derecho de destruirlo por su pecado; había incitado contra él a Esaú y durante la larga noche de la lucha del patriarca, procuró hacerle sentir su culpabilidad, para desanimarlo y quebrantar su confianza en Dios.

Cuando en su angustia Jacob se asió del Ángel y le suplicó con lágrimas, el Mensajero celestial, para probar su fe, le recordó también su pecado y trató de librarse de él.

Pero Jacob no se dejó desviar. Había aprendido que Dios es misericordioso, y se apoyó en su misericordia. Se refirió a su arrepentimiento del pecado, y pidió liberación.

Mientras repasaba su vida, casi fue impulsado a la desesperación; pero se aferró al Ángel, y con fervientes y agonizantes súplicas insistió en sus ruegos, hasta que triunfó.

Esta será la experiencia del pueblo de Dios en su lucha final con los poderes del mal.

Dios probará la fe de sus seguidores, su constancia, y su confianza en el poder de él para librarlos. Satanás se esforzará por aterrarlos con el pensamiento de que su situación no tiene esperanza; que sus pecados han sido demasiado grandes para alcanzar el perdón.

Tendrán un profundo sentimiento de sus faltas, y al examinar su vida, verán desvanecerse sus esperanzas. Pero recordando la grandeza de la misericordia de Dios, y su propio arrepentimiento sincero, pedirán el cumplimiento de las promesas hechas por Cristo a los pecadores desamparados y arrepentidos.

Su fe no faltará porque sus oraciones no sean contestadas en seguida. Se aferrarán al poder de Dios, como Jacob se aferró al ángel del Ángel, y el lenguaje de su alma será:

“No te dejaré, si no me bendices".

Si Jacob no se hubiera arrepentido antes por su pecado al tratar de conseguir la primogenitura mediante un engaño, Dios no habría podido oír su oración ni conservarle bondadosamente la vida.

Así será en el tiempo de angustia. Si el pueblo de Dios tuviera pecados inconfesos que aparecieran ante ellos cuando los torturen el temor y la angustia, serían abrumados; la desesperación anularía su fe, y no podrían tener confianza en Dios para pedirle su liberación.

Pero aunque tengan un profundo sentido de su indignidad, no tendrán pecados ocultos que confesar. Sus pecados habrán sido borrados por la sangre expiatoria de Cristo, y no los podrán recordar.

Satanás induce a muchos a creer que Dios pasará por alto su infidelidad en los asuntos menos importantes de la vida; pero en su proceder con Jacob el Señor demostró que de ningún modo puede sancionar ni tolerar el mal.

Todos los que traten de ocultar o excusar sus pecados, y permitan que permanezcan en los libros del cielo inconfesos y sin perdón, serán vencidos por Satanás.

Cuanto más elevada sea su profesión, y cuanto más honorable sea la posición que ocupen, tanto más grave será su conducta ante los ojos de Dios, y tanto más seguro será el triunfo del gran adversario.

Sin embargo, la historia de Jacob es una promesa de que Dios no desechará a los que fueron arrastrados al pecado, pero que se han vuelto al Señor con verdadero arrepentimiento.

Por la entrega de sí mismo y por su confiada fe, Jacob alcanzó lo que no había podido alcanzar con su propia fuerza. Así el Señor enseñó a su siervo que únicamente el poder y la gracia de Dios podían darle las bendiciones que anhelaba.

Así ocurrirá con los que vivan en los últimos días. Cuando los peligros los rodeen, y la desesperación se apodere de su alma, deberán depender únicamente de los méritos de la expiación.

Nada podemos hacer por nosotros mismos. En toda nuestra desamparada indignidad, debemos confiar en los méritos del Salvador crucificado y resucitado.

Nadie perecerá jamás mientras haga esto. La larga y negra lista de nuestros delitos está ante los ojos del Infinito. El registro está completo; ninguna de nuestras ofensas ha sido olvidada. Pero el que oyó las súplicas de sus siervos en lo pasado, oirá la oración de fe y perdonará nuestras transgresiones.

Lo ha prometido, y cumplirá su palabra.

Jacob triunfó, por ser perseverante y decidido. Su experiencia testifica sobre el poder de la oración insistente. Este es el tiempo en que debemos aprender la lección de la oración que prevalece y de la fe inquebrantable.

Las mayores victorias de la iglesia de Cristo o del cristiano no son las que se ganan mediante el talento o la educación, la riqueza o el favor de los hombres. Son las victorias que se alcanzan en la cámara de audiencia con Dios, cuando la fe fervorosa y agonizante se aferra del poderoso brazo de la omnipotencia.

Los que no estén dispuestos a dejar todo pecado ni a buscar seriamente la bendición de Dios, no la alcanzarán.

Pero todos los que se apoyen en las promesas de Dios como lo hizo Jacob, y sean tan vehementes y constantes como lo fue él, alcanzarán el éxito que él alcanzó.

“¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles?” (Lucas 18:7, 8)