Basado en Levítico 10:1-11.
Después de la dedicación del tabernáculo fueron consagrados los sacerdotes para su oficio sagrado. Estos servicios requirieron siete días, y en cada uno de ellos se celebraron importantes ceremonias. Al octavo día iniciaron su ministerio.
Ayudado por sus hijos, Aarón ofreció los sacrificios que Dios estipulaba, y alzó sus manos y bendijo al pueblo. Todo se había hecho conforme a las instrucciones de Dios, y el Señor aceptó el sacrificio y reveló su gloria de una manera extraordinaria: descendió fuego de Dios y consumió la víctima que estaba sobre el altar.
El pueblo observó estas maravillosas manifestaciones del poder divino, con reverencia y sumo interés. Las tuvo por señal de la gloria y el favor de Dios, y todos a una elevaron sus voces en alabanza y adoración, y se postraron como si estuvieran en la inmediata presencia de Jehová.
Pero, poco tiempo después cayó una calamidad repentina y terrible sobre la familia del sumo sacerdote.
A la hora del culto, cuando las oraciones y las alabanzas del pueblo ascendían a Dios, dos de los hijos de Aarón tomaron cada uno su incensario, y quemaron incienso, para que ascendiera como agradable perfume ante el Señor. Pero violaron las órdenes de Dios usando “fuego extraño”.
Para quemar el incienso se valieron de fuego común en lugar del fuego sagrado que Dios mismo había encendido, y cuyo uso había ordenado para este objeto. Por causa de este pecado, salió fuego de la presencia del Señor y los devoró a la vista del pueblo.
Después de Moisés y de Aarón, Nadab y Abiú ocupaban la posición más elevada en Israel. Habían sido especialmente honrados por el Señor, y juntamente con los setenta ancianos se les permitió contemplar su gloria en el monte.
Pero su transgresión no debía disculparse ni considerarse con ligereza. Todo aquello hacía su pecado aun más grave. Por el hecho de que los hombres hayan recibido gran luz, y como los príncipes de Israel, hayan ascendido al monte, hayan gozado de la comunión con Dios y hayan morado en la luz de su gloria, no deben lisonjearse de que pueden pecar impunemente; no deben creer que porque fueron honrados de esa forma, Dios no castigará estrictamente su iniquidad. Este es un engaño fatal.
La gran luz y los privilegios otorgados demandan reciprocidad, que debe manifestarse en una virtud y santidad correspondientes a la luz recibida. Dios no aceptará nada menos que esto. Las grandes bendiciones o privilegios no deben adormecer a los hombres en la seguridad o la negligencia. Nunca deben dar licencia para pecar, ni deben creer los favorecidos que Dios no será estricto con ellos.
Todas las ventajas que Dios concede son medios suyos para dar ardor al espíritu, celo al esfuerzo y vigor en el cumplimiento de su santa voluntad.
En su juventud, Nadab y Abiú no fueron educados para que desarrollaran hábitos de dominio propio. La disposición indulgente del padre, su falta de firmeza en lo recto, lo habían llevado a descuidar la disciplina de sus hijos. Les había permitido seguir sus propias inclinaciones.
Los hábitos de complacencia propia, practicados durante mucho tiempo, los dominaban de tal manera que ni la responsabilidad del cargo más sagrado tenía poder para romperlos. No se les había enseñado a respetar la autoridad de su padre, y por eso no comprendían la necesidad de ser fieles en su obediencia a los requisitos de Dios. La indulgencia equivocada de Aarón respecto a sus hijos, los preparó para que fueran objeto del castigo divino.
Dios quiso enseñar al pueblo que debía acercarse a él con toda reverencia y veneración y exactamente como él indicaba. El Señor no puede aceptar una obediencia parcial. No bastaba que en el solemne tiempo del culto se hiciera casi todo como él había ordenado. Dios ha pronunciado una maldición sobre los que se alejan de sus mandamientos y no establecen diferencia entre las cosas comunes y las santas. Declara por medio del profeta:
“¡Ay de los que a lo malo dicen bueno y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas! [...]. ¡Ay de los que son sabios ante sus propios ojos, de los que son prudentes delante de sí mismos! [...] ¡Los que por soborno declaran justo al culpable, y al justo le quitan su derecho! [...] Porque desecharon la ley de Jehová de los ejércitos y abominaron la palabra del Santo de Israel.” (Isaías 5:20-24)
Nadie se engañe a sí mismo con la creencia de que una parte de los mandamientos de Dios no es esencial, o que él aceptará un sustituto en reemplazo de lo que él ha ordenado. El profeta Jeremías dijo:
“¿Quién puede decir que algo sucede sin que el Señor lo mande?” (Lamentaciones 3:37)
Dios no ha puesto ningún mandamiento en su Palabra que los hombres puedan obedecer o desobedecer a voluntad sin sufrir las consecuencias. Si el hombre elige cualquier otro camino que no sea el de la estricta obediencia, encontrará que “su fin son caminos de muerte.” (Proverbios 14:12)
“Entonces Moisés dijo a Aarón y a sus hijos Eleazar e Itamar: “No descubráis vuestras cabezas ni rasguéis vuestros vestidos en señal de duelo, para que no muráis, ni se levante la ira sobre toda la congregación [...], pues el aceite de la unción de Jehová está sobre vosotros”.”
El gran jefe recordó a su hermano las palabras de Dios:
“En los que a mí se acercan me santificaré, y en presencia de todo el pueblo seré glorificado.” (Levítico 10:6, 7, 3)
La falsa condolencia
Aarón guardó silencio. La muerte de sus hijos, aniquilados sin ninguna advertencia, por un pecado terrible, que él reconocía ahora como resultado de su propia negligencia en el cumplimiento de sus deberes, entristeció angustiosamente el corazón del padre, pero no expresó sus sentimientos. No debía hacer ninguna manifestación de dolor que demostrara compasión por el pecado. No debía actuar en forma que pudiera inducir a la congregación a murmurar contra Dios.
El Señor quería enseñar a su pueblo a reconocer la justicia de sus castigos, para que otros temieran. Había en Israel algunos a quienes la amonestación de este terrible juicio podría evitar que abusaran de la tolerancia de Dios hasta el extremo de sellar también su propio destino. La amonestación divina se hace sentir sobre la falsa condolencia hacia el pecador, que trata de excusar su pecado.
El pecado adormece la percepción moral, de tal manera que el pecador no comprende la enormidad de su transgresión; y sin el poder convincente del Espíritu Santo permanece parcialmente ciego en lo referente a su pecado.
Es deber de los siervos de Cristo enseñar a estos descarriados el peligro en que están. Los que destruyen el efecto de la advertencia, cegando los ojos de los pecadores para que no vean el carácter y los verdaderos resultados del pecado, a menudo se lisonjean de que en esa forma demuestran su caridad; pero lo que hacen es oponerse directamente a la obra del Espíritu Santo de Dios e impedirla; arrullan al pecador para que se duerma al borde de la destrucción, se hacen partícipes de su culpa, y asumen una terrible responsabilidad por su impenitencia.
Muchísimos han descendido a la ruina como resultado de esta falsa y engañosa condolencia.
El problema del alcohol
Nunca habrían cometido Nadab y Abiú su fatal pecado, si antes no se hubieran intoxicado parcialmente bebiendo mucho vino.
Sabían que era necesario hacer la preparación más cuidadosa y solemne antes de presentarse en el santuario donde se manifestaba la presencia divina; pero debido a su intemperancia se habían descalificado para ejercer su santo oficio. Su mente se confundió y se embotaron sus percepciones morales, de tal manera que no pudieron discernir la diferencia que había entre lo sagrado y lo común.
A Aarón y a sus hijos sobrevivientes, se les dio la amonestación:
“Ni tú ni tus hijos debéis beber vino ni sidra cuando entréis en el Tabernáculo de reunión, para que no muráis. Estatuto perpetuo será para vuestras generaciones, para poder discernir entre lo santo y lo profano, y entre lo inmundo y lo limpio, y enseñar a los hijos de Israel todos los estatutos que Jehová les ha dado por medio de Moisés.” (Levítico 10:9-11)
El consumo de bebidas alcohólicas debilita el cuerpo, confunde la mente y degrada las facultades morales. Impide a los hombres comprender la santidad de las cosas sagradas y el rigor de los mandamientos de Dios. Todos los que ocupaban puestos de responsabilidad sagrada deben ser hombres estrictamente temperantes, para que tengan lucidez para diferenciar entre lo bueno y lo malo, firmeza de principios y sabiduría para administrar justicia y manifestar misericordia.
La misma obligación descansa sobre cada discípulo de Cristo. El apóstol Pedro declara:
“Pero vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, gente santa, pueblo adquirido.” (1 Pedro 2:9)
Dios requiere que conservemos todas nuestras facultades en las mejores condiciones, a fin de poder prestar un servicio aceptable a nuestro Creador. Si se ingieren bebidas intoxicantes, producirán los mismos efectos que en el caso de aquellos sacerdotes de Israel. La conciencia perderá su sensibilidad al pecado, y con toda seguridad se sufrirá un proceso de endurecimiento en lo que toca a la iniquidad, hasta que lo común y lo sagrado pierda toda diferencia de significado. ¿Cómo podremos entonces ajustarnos a la norma y a los requerimientos divinos?
“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual habéis recibido de Dios, y que no sois vuestros?, pues habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. “Si, pues, coméis o bebéis o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”. A la iglesia de Cristo de todas las edades se le dirige esta solemne y terrible advertencia: “Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es.” (1 Corintios 6:19, 20; 10:31; 3:17)