Las aguas subieron quince codos sobre las más altas montañas. A menudo le pareció a la familia que ocupaba el arca que todos perecerían, pues durante cinco largos meses su buque flotó de un lado para otro, aparentemente a merced del viento y las olas.
Fue una prueba grave; pero la fe de Noé no vaciló, pues tenía la seguridad de que la mano divina empuñaba el timón.
Cuando las aguas comenzaron a bajar, el Señor guió el arca hacia un lugar protegido por un grupo de montañas conservadas por su poder. Estas montañas estaban muy poco separadas entre sí, y el arca se mecía en este quieto refugio, sin que el inmenso océano la agitara. Esto alivió a los cansados y sacudidos viajeros.
Noé y su familia esperaban ansiosamente que bajaran las aguas; pues anhelaban volver a pisar tierra firme. Cuarenta días después que se hicieron visibles las cimas de las montañas, enviaron un cuervo, ave de olfato delicado, para ver si la tierra ya estaba seca. No encontrando más que agua, el ave continuó yendo y viniendo.
Siete días después, se envió una paloma, la cual al no encontrar dónde posarse, regresó al arca. Noé esperó siete días más, y una vez más envió la paloma. Cuando esta regresó por la tarde con una hoja de olivo en el pico, hubo gran gozo en el arca.
Más tarde “quitó Noé la cubierta del arca, miró y vio que la faz de la tierra estaba seca.” (Génesis 8:13)
Todavía esperó pacientemente dentro del arca. Como había entrado obedeciendo un mandato de Dios, esperó hasta recibir instrucciones especiales para salir.
Finalmente descendió un ángel del cielo, abrió la maciza puerta y mandó al patriarca y a su familia a salir a tierra, y llevar consigo todo ser viviente.
En su regocijo por verse libre, Noé no se olvidó de Aquel en virtud de cuyo misericordioso cuidado habían sido protegidos.
Su primer acto después de salir del arca fue construir un altar y ofrecer un sacrificio de toda clase de bestias y aves limpias, con lo que manifestó su gratitud hacia Dios por su liberación, y su fe en Cristo, el gran sacrificio.
Esta ofrenda agradó al Señor y de esto se derivó una bendición, no solo para el patriarca y su familia, sino también para todos los que habrían de vivir en la tierra.
“Al percibir Jehová olor grato, dijo en su corazón: 'No volveré a maldecir la tierra por causa del hombre, porque el corazón del hombre [...]. Mientras la tierra permanezca no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, el día y la noche'.” (Génesis 8:21, 22)
Aquí hay una gran lección para las futuras generaciones. Noé había regresado a una tierra desolada; pero antes de preparar una casa para sí mismo, construyó un altar para Dios.
Su ganado era poco, y había sido conservado con gran esfuerzo. No obstante, con alegría dio una parte al Señor, en reconocimiento de que todo era de él.
Asimismo nuestro primer deber consiste en dar a Dios nuestras ofrendas voluntarias. Toda manifestación de su misericordia y su amor hacia nosotros debe ser reconocida con gratitud, mediante actos de devoción y ofrendas para su obra.
Para evitar que las nubes y las lluvias llenaran a los hombres de constante terror, por temor a otro diluvio, el Señor animó a la familia de Noé mediante una promesa:
“Estableceré mi pacto con vosotros [...], ni habrá más diluvio para destruir la tierra. [...] Mi arco he puesto en las nubes, el cual será por señal de mi pacto con la tierra. Y sucederá que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se dejará ver mi arco en las nubes. [...] Lo veré y me acordaré del pacto perpetuo entre Dios y todo ser viviente, con todo lo que tiene vida sobre la tierra.” (Génesis 9:11-16)
¡Cuán grandes fueron la condescendencia y compasión que Dios manifestó hacia sus criaturas descarriadas al colocar el bello arco iris en las nubes como señal de su pacto con el hombre!
El Señor declaró que al ver el arco iris recordaría su pacto. Esto no significa que pudiera olvidarlo, sino que nos habla en nuestro propio lenguaje, para que podamos comprenderle mejor.
El Señor quería que cuando los niños de las generaciones futuras preguntaran por el significado del glorioso arco que se extiende por el cielo, sus padres les repitieran la historia del diluvio, y les explicaran que el Altísimo había combado el arco, y lo había colocado en las nubes para asegurarles que las aguas no volverían jamás a inundar la tierra. Así sería el arco iris, de generación en generación, un testimonio del amor divino hacia el hombre, y fortalecería su confianza en Dios.
En el cielo una semejanza del arco iris rodea el trono y nimba la cabeza de Cristo. El profeta dice:
“Como el aspecto del arco iris que está en las nubes en día de lluvia, así era el aspecto del resplandor alrededor. Esta fue la visión de la semejanza de la gloria de Jehová.” (Ezequiel 1:28)
Juan el revelador declara:
“Vi un trono establecido en el cielo, y en el trono, uno sentado. La apariencia del que estaba sentado era semejante a una piedra de jaspe y de cornalina, y alrededor del trono había un arco iris semejante en su apariencia a la esmeralda.” (Apocalipsis 4:2, 3)
Cuando por su impiedad el hombre provoca los juicios divinos, el Salvador intercede ante el Padre en su favor y señala el arco en las nubes, el arco iris que está en torno al trono y sobre su propia cabeza, como recuerdo de la misericordia de Dios hacia el pecador arrepentido.
A la seguridad dada a Noé respecto al diluvio, Dios mismo ligó una de las más preciosas promesas de su gracia:
“Juré que nunca más las aguas de Noé pasarían sobre la tierra. Asimismo he jurado que no me enojaré contra ti ni te reñiré. Porque los montes se moverán y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia ni el pacto de mi paz se romperá, dice Jehová, el que tiene misericordia de ti.” (Isaías 54:9, 10)
Cuando Noé vio las poderosas fieras que salían con él del arca, temió que su familia, compuesta de ocho personas solamente, fuera devorada por ellas. Pero el Señor envió un ángel a su siervo con este mensaje de seguridad:
“Infundiréis temor y miedo a todo animal sobre la tierra, a toda ave de los cielos, a todo lo que se mueva sobre la tierra y a todos los peces del mar; en vuestras manos son entregados. Todo lo que se mueve y vive os servirá de alimento, lo mismo que las legumbres y las plantas verdes. Os lo he dado todo.” (Génesis 9:2, 3)
Antes de ese tiempo, Dios no había permitido al hombre que comiera carne; quería que la raza humana subsistiera enteramente con los productos de la tierra; pero ahora que toda planta había sido destruida, les dio permiso para que consumieran la carne de los animales limpios que habían sido preservados en el arca.
Toda la superficie de la tierra sufrió cambios a causa del diluvio. Una tercera y terrible maldición pesaba sobre ella como consecuencia del pecado. A medida que las aguas comenzaron a bajar, las lomas y las montañas quedaron rodeadas por un vasto y turbio mar.
Por todo lugar yacían cadáveres de hombres y animales. El Señor no iba a permitir que permanecieran allí para infectar el aire por su descomposición, y por lo tanto, hizo de la tierra un vasto cementerio.
Un viento violento enviado para secar las aguas, las agitó con gran fuerza, de modo que en algunos casos derribaron las cumbres de las montañas y amontonaron árboles, rocas y tierra sobre los cadáveres.
De la misma manera la plata y el oro, las maderas escogidas y las piedras preciosas, que habían enriquecido y adornado el mundo antediluviano y que la gente idolatrara, fueron ocultados de los ojos de los hombres.
La violenta acción de las aguas amontonó tierra y rocas sobre estos tesoros, y en algunos casos se formaron montañas sobre ellos. Dios vio que cuanto más enriquecía y hacía prosperar a los impíos, tanto más corrompían sus caminos delante de él. Mientras deshonraban y menospreciaban a Dios, habían adorado los tesoros que debieron haberlos inducido a glorificar al bondadoso Dador.
La tierra presentaba un indescriptible aspecto de confusión y desolación. Las montañas, una vez tan bellas en su perfecta simetría, eran ahora quebradas e irregulares. Piedras, riscos y escabrosas rocas estaban ahora diseminados por la superficie de la tierra.
En muchos sitios, las colinas y las montañas habían desaparecido, sin dejar huella del sitio en donde habían estado; y las llanuras dieron lugar a cordilleras. Estos cambios eran más pronunciados en algunos lugares que en otros.
Donde habían estado los tesoros más valiosos de oro, plata y piedras preciosas, se veían las señales mayores de la maldición, mientras que esta pesó menos en las regiones deshabitadas y donde había habido menos crímenes.
En ese tiempo inmensos bosques fueron sepultados. Desde entonces se han transformado en el carbón de piedra de las extensas capas de hulla que existen hoy día, y han producido también enormes cantidades de petróleo.
Con frecuencia la hulla y el petróleo se encienden y arden bajo la superficie de la tierra. Esto calienta las rocas, quema la piedra caliza, y derrite el hierro. La acción del agua sobre la cal intensifica el calor, y ocasiona terremotos, volcanes y brotes ígneos.
Cuando el fuego y el agua entran en contacto con las capas de roca y mineral, se producen terribles explosiones subterráneas, semejantes a truenos sordos. El aire se calienta y se vuelve sofocante. A esto siguen erupciones volcánicas, pero a menudo ellas no dan suficiente escape a los elementos encendidos, que conmueven la tierra. El suelo se levanta entonces y se hincha como las olas de la mar, aparecen grandes grietas, y algunas veces ciudades, aldeas, y montañas encendidas son tragadas por la tierra.
Estas poderosas manifestaciones serán más frecuentes y terribles poco antes de la segunda venida de Cristo y del fin del mundo, como señales de su rápida destrucción.
Las profundidades de la tierra son el arsenal del Señor, de donde se sacaron las armas empleadas en la destrucción del mundo antiguo. Las aguas brotaron de la tierra y se unieron a las aguas del cielo para llevar a cabo la obra de desolación.
Desde el diluvio, el fuego y el agua han sido instrumentos de Dios para destruir ciudades impías. Estos juicios son enviados para que los que tienen en poco la ley de Dios y pisotean su autoridad, tiemblen ante su poderío, y reconozcan su justa soberanía.
Cuando los hombres han visto montañas encendidas arrojando fuego, llamas y torrentes de minerales derretidos, que secaban ríos, cubrían populosas ciudades y regaban por todo lugar ruina y desolación, los corazones más valientes se han llenado de terror, y los infieles y blasfemos se han visto obligados a reconocer el infinito poder de Dios.
Los antiguos profetas, al referirse a escenas de esta índole, dijeron:
“¡Si rasgaras los cielos y descendieras y ante tu presencia se derritieran los montes, como fuego abrasador de fundiciones, fuego que hace hervir las aguas! Así harías notorio tu nombre a tus enemigos y las naciones temblarían ante tu presencia. Cuando, haciendo cosas terribles cuales nunca hubiéramos esperado, descendiste, se derritieron los montes delante de ti.”
“Jehová es tardo para la ira y grande en poder, y no tendrá por inocente al culpable. Jehová marcha sobre la tempestad y e l torbellino, y las nubes son el polvo de sus pies. Amenaza al mar y lo seca, y agota todos los ríos; el Basán y el Carmelo languidecen, y la flor del Líbano se marchita.” (Isaías 64:1-3; Nahúm 1:3, 4)
Las más terribles manifestaciones que el mundo jamás haya visto hasta ahora, serán presenciadas cuando Cristo vuelva por segunda vez.
“Ante él tiemblan los montes, y los collados se derriten. La tierra se conmueve en su presencia, el mundo y todos los que en él habitan. ¿Quién puede resistir su ira? ¿Quién quedará en pie ante el ardor de su enojo?” “Jehová, inclina tus cielos y desciende; toca los montes, y humeen. Despide relámpagos y disípalos; envía tus saetas y túrbalos.” (Nahúm 1:5, 6; Salmos 144:5, 6)
“Daré prodigios arriba en el cielo y señales abajo en la tierra, sangre, fuego y vapor de humo”. “Entonces hubo relámpagos, voces, truenos y un gran temblor de tierra, un terremoto tan grande cual no lo hubo jamás desde que los hombres existen sobre la tierra”. “Toda isla huyó y los montes ya no fueron hallados. Del cielo cayó sobre los hombres un enorme granizo, como del peso de un talento.” (Hechos 2:19; Apocalipsis 16:18, 20, 21)
Cuando se unan los rayos del cielo con el fuego de la tierra, las montañas arderán como un horno, y arrojarán espantosos torrentes de lava, que cubrirán jardines y campos, aldeas y ciudades. Masas incandescentes fundidas arrojadas en los ríos harán hervir las aguas, arrojarán con indescriptible violencia macizas rocas cuyos fragmentos se esparcirán por la tierra. Los ríos se secarán. La tierra se conmoverá; por todas partes habrá espantosos terremotos y erupciones.
Así destruirá Dios a los impíos de la tierra. Pero los justos serán protegidos en medio de estas conmociones, como lo fue Noé en el arca. Dios será su refugio y tendrán confianza bajo sus alas protectoras. El salmista dice:
“Porque has puesto a Jehová, que es mi esperanza, al Altísimo por tu habitación, no te sobrevendrá mal ni plaga tocará tu morada.
La promesa del Señor es: “Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; lo pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre.” “Él me esconderá en su Tabernáculo en el día del mal; me ocultará en lo reservado de su morada.” (Salmos 91:9, 10, 14; 27:5)